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Todos necesitan un corte de pelo

Por Diego Esteban Medina

Era un sábado como cualquier otro. Andrés sólo quería un corte de pelo. Hacía algunos días había vuelto a cruzar la frontera que lo mantenía alejado de una casa que por derecho le pertenecía.  Habían pasado más de dos años desde el día en que habían intentado robarlo sin mucho éxito. Los seis tiros que le descargaron en esa ocasión casi lo matan, pero “ni por el putas se iba a dejar robar la quincena”, me dijo alguna vez.

Todo cambió para Andrés desde ese momento. Yo recuerdo la primera vez que lo vi acomodando carpetas, como escondido en un rincón debajo de unas gradas, ocultándose de las miradas escrutadoras que siempre se iban hacia la cicatriz en su cuello y a su ojo izquierdo, más pequeño que el derecho; rodeado de documentos de los empleados en misión: archivando afiliaciones al servicio de salud, incapacidades, registros civiles de nacimiento, otrosíes de contratos, fotocopias de cédulas y también los comprobantes de la caja de compensación que yo le pasaba cada tanto.

—Él es Andrés, es un reubicado. Tuvo un accidente y la empresa cliente ya no quiso contratarlo más. Ahora nos está ayudando con el archivo—  me dijo  doña Imelda, la jefe de personal de los empleados en misión, como sintiéndose en la obligación de explicar algo. Doña Imelda era la responsable de que el proceso de contratación se llevara a cabo sin contratiempos. De ello dependía que pudiera llegar a  pensionarse. Por ella pasaban todos y cada uno de los formatos de la temporal, revisando que estuvieran  debidamente firmados. En algunas ocasiones también llamaba a descargos a los empleados que las empresas cliente de la temporal reportaban por algún comportamiento indebido. Andrés era un reubicado que al final se ganó un contrato directo con la temporal, un caso exitoso dentro de los reubicados, por decirlo de alguna manera.

Siempre me causó curiosidad esa palabra, “reubicado”.  El oficio de Andrés era soldador, y como él me dijo alguna vez “movía la liga, chusco”. Tenía un empleo que le permitía ganar más de dos salarios mínimos. Los soldadores son trabajadores aventajados dentro de lo que uno podría denominar operarios rasos. Las psicólogas de la temporal hablaban mucho de los soldadores: que eran personas difíciles, un gremio complicado, sujetos que debido a lo agreste y riesgoso de su oficio tenían un carácter tosco y maneras burdas.  Después del intento de robo Andrés perdió el treinta por ciento de su capacidad física según el diagnóstico de la aseguradora de riesgos laborales. Para la empresa que lo empleaba y la temporal los accidentes laborales, incapacidades y licencias de maternidad eran eventos no deseables. O diciéndolo de una manera más técnica, eran focos por donde se escapaba la rentabilidad de la temporal. No se hace dinero con una temporal pagando incapacidades, indemnizaciones y licencias.

Empecé a compartir con Andrés en las horas de almuerzo mientras esperábamos turno para calentar la comida en el único microondas dispuesto por la empresa. El recelo inicial dio paso a alguna observación desprevenida sobre el tamaño de la coca y cómo esta rebosaba el contenido una vez se abría la tapa. Después vinieron los momentos al desayuno, arañando algunos minutos a la rutina laboral, siempre acompañados por la discreta imponencia de una greca metálica y brillante. Andrés no perdonaba las dos papas aborrajadas al desayuno. No existía una mejor opción.

—Hoy compremos arepas, Andrés. Esas papas son la cuota inicial de un infarto al miocardio. —Le decía con sorna  algunas veces intentando cambiar sus hábitos alimenticios

—No chusco,  una arepa no me llena. Yo necesito mis papas con guacamole, yo necesito la grasita…

—La grasita te va a matar, güevón.

—Lo que no mata engorda, chusco. Lo que no mata engorda.

— ¿Cómo ha seguido Kelly?— Había ciertos temas que a Andrés le incomodaban. Que le preguntaran por su familia y por Millonarios. Ese último diciembre Andrés se convertiría en papá y volvería a ver a Millonarios campeón del torneo colombiano. ¿Cómo putas alguien que nació y creció en  Yumbo termina siendo hincha de Millonarios?

—Ahí va, es un visaje allá donde mi tía. Está muy tirada a loca. Si pudiera volver a mi casa, a lo mío… si me entiende, chusco.

Lo que creía entender bajo la racionalidad de mi perspectiva quedaría destrozado. Las leyes de la calle son ineludibles y la racionalidad no tiene cabida en ellas.

Los límites entre Yumbo y Cali son imperceptibles. Usted llega a Menga y todavía está en Cali pero camina dos discotecas hacía el norte y ya se encuentra en el municipio industrial del Valle del Cauca. En ese tramo de menos de cinco kilómetros usted se encuentra con un paisaje turbio y polvoroso, las emanaciones de las fábricas y el usual caos vehicular en la entrada norte de la sultana que contrasta con los coloridos estrambóticos de las distintas discotecas y moteles ubicados a lo largo de la carretera. Andrés había nacido y crecido en Yumbo, y cada mañana y cada tarde recorría la misma ruta hacia Cali en búsqueda de la supervivencia. En Yumbo habían muerto de manera violenta su mamá y su hermano mayor. Las veces en que me habló de ellos, lo hizo con la nostalgia de un pasado que a pesar de todo agradecía. De ellos solo heredó algunas fotografías, la copropiedad de una casa esquinera en el barrio Bellavista que compartía con una tía, hermana de su mamá y un destino del que difícilmente hubiera podido desligarse.

—Tengo que volver a lo mío, chusco. Mi tía ya está muy visajosa.

— ¿Y qué te impide volver?

—No es tan fácil, desde que me intentaron robar, por allá quedé vetado— lo decía riéndose, nervioso, pero siempre riéndose. Hablaba con voz queda y pausada y se reía, se reía de la muerte.

—Complicado ¿Pero ya has tanteado? ¿Te has arriesgado a ir?

—Ahora que nació el niño me he ido asomando. En el barrio vive mi agüela. La última vez me tiré los cortes. Peluqueada a tres lucas, chusco. Hay que aprovechar— Y volvía a reír, asustado, pero reía…

Volver a lo suyo fue el  último objetivo. Volver a lo suyo significó  regresar al sitio donde habían tratado de robarlo y le habían descargado media docena de tiros, volver a lo suyo fue infringir ese veto a pasarse por el barrio que lo había visto crecer y que lo único que le había legado era una casa  que no podía disfrutar. Volver a lo suyo fue tantear el destino en la búsqueda de mejores condiciones para Kelly y su hijo.

Ese año fue especialmente fértil en la temporal. Aparte del hijo de Andrés, a tres empleados de planta de la temporal les nacieron sus  hijos en un lapso de tres meses. El lunes que velaron a Andrés, fallecía en la mañana el papá de la dueña de la temporal. La eterna danza equilibrada entre la vida y la muerte.

A veces me pregunto cuál es el nombre compuesto que más se repite en Colombia. Es decir esas combinaciones que  son frecuentes: los juancarlos, los cesaraugustos, los diegofernandos y por supuesto los andresfelipes. Esa tarde de lunes, camino al funeral,  doña Imelda lamentaba el destino. “El mismo nombre, la misma historia” sentenció. Sonrió mientras decía que nosotros lo que estábamos haciendo con Andrés era pulir un diamante en bruto, pensó tal vez en Kelly y en lo que se venía para ella.

Al final de cuentas  lo único que pudo legarle a su hijo fue su propio nombre.

— ¿Y cómo le vas a poner al primogénito, Andrés?

—Como el papá chusco, Andrés Felipe

—Ehh pero que originalidad ¿Y la mamá que dice?

—La mamá dice lo que dice el papá, chusco— Una sonrisa se dibujaba en su rostro cada vez que decía esto. Mientras  se reía vanagloriándose de su poder de influencia, Andrés me confesaba que habían quedado en que si era niña Kelly decidía el nombre. Cuando el ginecólogo les confirmó que era un varón, Andrés ya tenía decidido cómo iba a llamar a su primogénito. Que en realidad no era precisamente su primogénito, según lo que me contó alguna vez.

***

El corte de pelo puede dar una imagen acertada de una persona, en algunas ocasiones puede conducir al prejuicio.  Andrés usaba un corte en zeta que de a poco se fue convirtiendo en un siete. Un corte que evitara los reproches de doña Imelda pero que se ajustara al contexto de su barrio y las montadas inevitables si veían algún viso de remarcada seriedad. El día del funeral doña Imelda y yo fuimos los primeros de la empresa en llegar a la modesta sala de velación. Llevábamos un ramo de rosas blancas que habíamos comprado entre los compañeros de trabajo más cercanos. Conocí a  Kelly  a la distancia, la resignación rebosándole por los poros. A su lado una familiar cercana  de menos de veintitantos años custodiando el sueño y la tranquilidad del ahora huérfano, como quien  trata de proteger a un ser puro de las  emociones densas y  las energías oscuras. Me correspondió poner el ramo sobre el ataúd de Andrés. Era el primer ramo que llegaba a la sala. Mientras yo lo acomodaba sobre la parte inferior del ataúd doña Imelda le daba el pésame a la abuela, una señora enjuta y con una mirada que sugería una indeseable experiencia en momentos como el que nos congregaba. Andrés, con un gesto de sueño de quien descansa con incomodidad. El siete bien pulido  y un trabajo notable del embalsamador. Andrés, bien presentado en el último rito de su existencia.

En el funeral estuvimos menos de dos horas, menos de medio turno. Pasando las cinco y treinta de la tarde partimos. Final del día laboral. Me devolví con Ivette, la jefa de selección de la empresa. Doña Imelda iba a llevar a otros compañeros del trabajo que vivían cerca de su casa. A Ivette la recogió el esposo, tenían una niña de menos de dos años. Durante el trayecto de vuelta a Cali lloró pensando en la nueva madre soltera. Luego se preguntó si Andrés había hecho algo para merecer una muerte violenta. Pensé por qué debería justificarse una muerte violenta.  Entendí que ella no era la única que pensaba que si a alguien lo mataban de tal manera era porque “algo había hecho”.

—Para que a alguien le metan esa cantidad de tiros es porque algo ha hecho.

En un instante las lágrimas de Ivette desaparecieron y de su boca empezó a salir justificación tras justificación. Recordaba que Andrés jugaba a las cartas y que por ahí tal vez su asesino, o no quería pagarle o no había recibido el pago. De un momento a otro Andrés se convirtió en un, digamos, buen muerto.

—¿Quién decide si alguien merece morir?—  pregunté alzando levemente la voz. Lo que me había quedado de él era la imagen de alguien que madrugaba y desayunaba dos papas aborrajadas al desayuno buscando dar con la comba al palo procurando un mejor destino para su familia.

La charla continuó en torno a los recuerdos de Andrés. Del microondas que se había ganado en la fiesta de fin de año y que le había vendido al gordo de servicio al cliente, de su cicatriz que se había disipado gracias a una crema que se estaba aplicando, de su forma de referirse a cada uno de  sus congéneres como chusco. Sentí necesidad de salir del carro. Me despedí de todos y agradecí a Ivette y a su esposo.

La tarde entraba en su final y la luna despuntaba desde el oriente imponiéndose en el firmamento, avisando lo que seguro sería una noche cálida. Pensé que si Andrés estuviera vivo a esta hora estaría llegando a su casa para encontrarse con Kelly y su hijo. Entre el bullicio de los carros y las luces que empezaban a decorar la noche me pareció escuchar que decían “chusco”. Empecé a mirar alrededor buscando la boca que pronunciaba aquella palabra. Me senté bajo la exigua sombra de un árbol y agucé el oído. Nada. Seguro fue una ilusión auditiva, pensé. El canto de los pájaros sobre el ruido del final de la tarde era la única certeza.

Una cantina empezaba a abrir sus puertas y se sumaba al cúmulo de sonidos de las horas pico. Miserere, mei deus. El sonido triste de unos arpegios y acordes de guitarra resaltaban entre la estridencia del tráfico. Por quién doblan las campanas. Seguí caminando acercándome a la cantina y noté que el aire se hacía ligero, el ruido de los carros se silenció y de nuevo, tras la música triste, solo se oía el canto de los pájaros. Cuando se oiga el tañir de las campanas//Nadie sabrá por quien están doblando//Todos preguntan, quien ha muerto esta mañana//Ninguno sabe porque a diario mueren tantos. Me apresuré a la cantina con la sorpresa de la canción que sonaba. Pedí una cerveza dudando si quizás debía pedir una más, para las ánimas, para Andrés. Al final pedí solo una y realicé una suerte de libación en su honor. La canción terminó y con ella mí presencia en la cantina. De alguna manera esa había sido nuestra despedida, al final de la tarde, de un día laboral. En mi memoria quedarían los meses y las palabras compartidas. Trate de salir de la canción y pensé en la canción de Aldeano, y deseé para su hijo que su mirada ingenua en la prisión de la felicidad sea condenada a mil cadenas perpetuas. Pensé en la ingenuidad de mi deseo y apuré el paso.

***

Usted tiene que sentir la moto si pilla, que se fusione con sus piernas.  La unión entre la máquina y el hombre en busca de adrenalina. La moto es tu ñaña, la ñaña que te acompaña en todas las vueltas.

El viejo dice que me van a soltar más trabajitos después del pedido de la cucha de Bellavista. Negocios son negocios. La moto va a estar ahí conmigo el día que toque probarle finura al viejo. El boquifrío es la herramienta inevitable pero la motora se convierte en la mitad de tu cuerpo, la vía de escape. Por el boquifrío cobro, por la ñaña sobrevivo.

—Entonces qué Acemita, ¿cómo vas a estar por estos días?

—Ahí vamos don Jairo, sobreviviendo. Estas fechas son para estar con la familia.

—Qué juicio, Acemita

—Nadie sabe cuándo va a ser el último diciembre, don Jairo. Usted sabe cómo es esto.

—Eso está bien, Acemita. No se me pierda en enero que hay una vueltica pa´ usted

—Se le agradece don Jairo, por ahora comamos natilla ¿Sí o qué?

—Diciembre es diciembre— El mes de la compulsión,  el estrepito y la locura.  Los diciembres son de climas cálidos con algunas lluvias esporádicas que remojan la tierra y desatan el bochorno inevitable en horas de la tarde. Luego las noches húmedas y agobiantes suplican por  una lluvia más larga, por unas nubes más densas, por un sol menos inclemente en el día que viene. Y así como la tierra las almas.

—Por eso me gusta camellarle a usted, porque usted sabe  como  son las vueltas ¿Quién es el cliente?

— ¿Desde cuándo se preocupa por la clientela, Acemita?

—Usted sabe don Jairo, uno va evolucionando. Hasta para esto se necesita poner límites.

—La curiosidad mató al gato, Acemita. No se me azare, ya habrá tiempo pa´ entrar en detalles. Por ahora no se me programe mucho en enero.

—Hágale don Jairo, ahí cuadramos ¿Muy curioso el gato si pregunta quién sería el paciente?

—Estás muy preguntón, Acemita. Se la pongo así: me ayuda con está vueltica y cosas más grandes van a llegar. Por ahora confórmese  con saber que el paciente va a poder comer natilla este diciembre.

—Usted sí que es la cagada, don Jairo.  Ya sabe cómo encontrarme, me las canta—

Hay socios que dicen que se excitan con el arranque de la moto. Yo digo que así debe ser el embale que llevan. La rumba es después de las vueltas, y eso. Esto es como cualquier oficio, hay que tener profesionalismo para no hacer cualquier chambonada. La moto hay que hacerla revisar, la herramienta hay que calibrarla, la mente debe estar enfocada. No es bueno dejar cabos sueltos. El método lo es todo. Si el viejo dice que cosas más grandes van a venir hay que creerle. Ese man es el dueño de este pueblo. El viejo da más trabajo a la gente en Yumbo que todo ese poco de empresas de letreros grandes y sueldo chiquitos. Ja, care municipio industrial del Valle.

Ahí viene Billy, no sé a qué quiere jugar con esa pinta de ingeniero. Corbata y camisa larga en plenos treinta y cinco grados, está muy tostao. Uno qué va a conseguir trabajo. Si usted es bandido es bandido, no hay nada que hacer. Por más corbata, camisa y llegar puntual: si tenés un tatuaje en el cuello, perdiste.

Qué vergüenza con el viejo yo hablando de negocios con él en estas fachas. Necesito es cortarme el pelo, llave.

***

—Karen… ¿estás despierta?

—Sí, prima, acá estoy. ¿Necesitás algo?

—Tengo sed… creo que escuché a Andrés, si te acordás como se oía cuando él caminaba

—Creo que yo también  lo escuché… siempre dicen eso…que vuelven a recorrer sus pasos. ¿Te traigo agua, prima?

—Vení te quedás un momento con el niño. Quiero ir al baño también… ¿vos crees que uno recorra sus pasos cuando muere, Karen?

—Eso dicen, prima. Si querés te traigo el agua, vos no has parado el día de hoy… ¿Qué fue lo que te dijo Andrés?

—Que le pusiera el niño al teléfono, yo ni le entendía lo que decía. Apenas colgamos el niño empezó a llorar de una forma horrible. ¿Vos crees que sabe lo que pasó?

—La sangre llama, prima. Para bien o para mal. —Karen había estado con Kelly en todos los momentos importantes de su vida: el primer novio, el día que se convirtió en mamá, ese  casi medio día cuando le confirmaron que el papá de su hijo había muerto por doce impactos de bala— Kelly, ¿Te hago una tizana? Tenés que descansar,  yo te traigo el agua ¿Querés algo más?

—Sí, yo sé que el niño después de que hablé con Andrés se alteró más. Pero él estaba llorando e incómodo desde antes Karen. —La habitación por un instante se tornó fría y el silencio dejaba escuchar la respiración de Kelly que iba agitándose.

—Vas a despertar el niño, Kelly. Necesitás descansar, necesitamos descansar.

Karen se levantó y abrazó a Kelly. Ambas necesitaban descansar y lo que menos querían era que el niño se despertara. Muchas lágrimas no les quedaban, el abrazo fue corto e intenso. Karen fue en  busca del agua y Kelly se acostó abrazando a su hijo, acariciando sutilmente su cabecita, rozando  con las yemas de sus dedos el abundante pelo lacio más negro que la noche que recién entraba en su hora de total penumbra. La habitación tomó de repente una calidez extraordinaria. Cuando Karen regresó con el agua y una tizana Kelly  dormía profunda. Una lágrima se sostenía en su mejilla y en su pensamiento la idea de que el niño pronto necesitaría un corte de pelo.

***

La muerte siempre nos tomará por sorpresa. Me atrevería a decir que incluso a los suicidas los toma por sorpresa. Es la prueba más inobjetable de nuestra mortalidad: el aferrarse a la pulsión vital, a respirar, a vivir. ¿Qué siente alguien al que le descargan doce impactos de una .38?, ¿Qué experimentará alguien que se enfrenta a su verdugo, a la mirada condenatoria e irredimible?, ¿Cuánta sevicia, cuánta frialdad hay en una persona que le descarga doce tiros a otra?

Los sábados tienen ese acelere, esa sensación de ser el último día con alguna posibilidad de hacer alguna diligencia, alguna vuelta pendiente. Un sábado bien puede ser el último día laboral o el inicio de un descanso después de cinco días rutinarios. Es muy común usar las mañanas de los sábados para ir al supermercado, pagar alguna cuenta o simplemente agendar una cita para hacerse un corte de pelo.

Ese sábado Andrés se levantó y miró a su hijo mientras dormía. Pensó en un instante en la dimensión de lo que significaba ser papá, recordó el estribillo de aquella canción que lo había hecho conmoverse en los últimos días: Esto es, por si mañana no estoy, por si mañana me voy, aquí te dejo mi herencia.  Pero cuál herencia le iba a dejar a su familia. Pensó que en definitiva si algo quería dejarles a Kelly y al niño él debía volver a lo suyo. Kelly también descansaba después de una noche particularmente incómoda: su espalda acumulaba nudo tras nudo en cada uno de sus músculos padeciendo el rigor de la posición constante, el ardor en sus pezones lacerados y curtidos, y un escozor incipiente en la cicatriz de la episiotomía que le habían practicado hacía exactamente un mes. Se despertó cuando Andrés salía de la ducha y se vestía.

— ¿Para dónde va tan temprano?

—Unas vuelticas pendientes, Kelly. Siga durmiendo tranquila—Andrés se acercó a Kelly mientras se colocaba una camiseta blanca y pensaba en lo que iba a hacer esa mañana: cobraría algún dinero que había ganado jugando a las cartas, visitaría a un intermediario de bienes raíces para tener una idea de lo que podría costar la parte que le correspondía de su casa y terminaría yendo al barrio que lo vio nacer y crecer buscando un corte de pelo, pero no cualquier corte de pelo: uno que solo le costaría tres lucas —Yo a usted y al niño algo les dejo, y no se me azare con mi tía que ya vamos viendo como dejamos el roto acá y nos vamos pa´ lo mio, pa´ lo de nosotros, ¿Oyó?-

—Quédese conmigo, acá con el niño. No se vaya todavía—

Andrés se acostó cobijando con su cuerpo y sus brazos a Kelly mientras se entreveraba en sus piernas desnudas. Respiró sobre el cuello de Kelly y disfrutó como correspondía el aroma de su mujer. Pensó que ese era su lugar en el mundo y que nada más le iba a faltar si su familia estaba tranquila. Esperó que el sueño y el cansancio en Kelly hicieran su efecto y partió. Besó los labios de Kelly y acarició con delicadeza la abundante cabellera lacia de su hijo. Recordó las fotos de su infancia, aquellas que le había mostrado con entusiasmo su abuela en los últimos días y pensó con algo de picardía: “ni que lo hubiera negado”.

El medio día se hace sentir en el Valle del Cauca. El sol pleno del medio día calentando los techos de zinc y las calles asfaltadas. La canícula eterna a la hora del meridiano. Los vientos ocasionales desaparecen y en el ambiente se entremezclan todos los aromas de la hora del almuerzo. Los sábados son días de agite y la gente espera terminar cualquier compromiso que tengan pendiente para quedar a merced del ocio y el tedio.

Andrés salió sin hacer ruido, dejando a su mujer y su hijo durmiendo. Se dirigió a la puerta de salida esperando no encontrarse con su tía que hacía días estaba sacándole en cara que estaba ahí de arrimado y dejándole saber con frecuencia que con lo que él le pasaba cada mes no era suficiente.

— ¿Y eso porque tan madrugador? Tranquilo… venga tómese un cafecito.

—Tan querida usted, tía. Le acepto el cafecito, pero no más. Yo sé que estamos pendientes de cuadrar cuentas, pero madrugo precisamente por eso—

Lo que menos esperaba era encontrarse en esa situación, pero  no podía escapar como un cobarde. Se tomaría el café con ella y continuaría con su itinerario

—Qué bueno, mijo… Mire Andrés, usted tiene la plata y no se quiere dar cuenta. Acepte la propuesta por la casa de Bellavista. Aproveche que me agarró con plata, mijo.

—Ay tía, por eso le dije que el cafecito no más. Usted no está dispuesta a dar lo que yo estoy dispuesto a recibir. Yo sé que estamos acá incomodándolos, deme un tiempo y le dejo su pieza. Y mejor de lo que la encontramos—.

Andrés se bogó el café que hervía y continuó hacía la puerta.

—Usted verá, mijo—

Desde que lo habían intentado robar, Andrés vivía en la casa de su tía Gudiela. Allí tuvo su recuperación y por  solicitud de la abuela, a Andrés se le permitió vivir ahí. Al principio la amabilidad y disposición para llevarlo a los controles y las terapias fue la constante. Poco a poco todo fue cambiando, más cuando Andrés desechaba una a una cada propuesta que su tía le hacía por la parte que le correspondía por la casa de Bellavista. Todo terminó de complicarse cuando Kelly quedó en embarazo y nuevamente por solicitud expresa de la abuela se les permitió vivir ahí.

—Gracias por el cafecito tía—

Diciendo esto, Andrés saldría  por última vez a través de esa puerta. Nunca más volvería a cruzarla.

 

“Los asesinos nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni

en los catálogos de turismo. Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles

cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.”

 Alberto Salcedo Ramos

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