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La tragedia del narcotráfico en Colombia

Por Andrés Felipe Giraldo L.

El narcotráfico es una tragedia. Es una tragedia en todos sus eslabones. Desde el productor hasta el consumidor, la droga va dejando tragedias sin parar. Algunos provocan esas tragedias. Otros las padecen.

El narcotráfico no solo es una tragedia personal para cada individuo que se ve involucrado en este negocio violento. Además, es una tragedia social, porque socava los principios y los valores de la sociedad en su conjunto. Colombia es un ejemplo palpable de lo anterior. Entre 1989 y 1990 el dinero del narcotráfico, por ejemplo, asesinó a los candidatos presidenciales que se oponían a sus intereses y después puso los presidentes que quiso. El narcotráfico en alianza con los paramilitares exterminó al partido político de izquierda, la Unión Patriótica. El narcotráfico asoló al menos por una década a las ciudades con bombas y asesinatos, cuando Pablo Escobar y el cartel de Medellín decidieron que el narcoterrorismo era el camino para someter al Estado, intimidar a la ciudadanía y evadir a las autoridades.

El narcotráfico además es el combustible económico de todos los actores armados ilegales. Aquello que en el campo se disfrazó de luchas ideológicas al final, en gran parte del país, no era más que una guerra por territorios para cultivar coca y controlar rutas. Ni los paramilitares ni los guerrilleros pueden decir que sus luchas han estado exentas de narcotráfico. Por el contrario, es claro que es el dinero del narcotráfico es el que mantiene aceitadas sus maquinarias de aniquilación.

Todo esto, sin contar la degradación moral que representa el narcotráfico en todos los niveles sociales, desde los muchachos de barriada que ven en el dinero fácil el camino para ganar prestigio y posición dentro de su comunidad (que se corrompen fácilmente dada la precariedad en la que viven), hasta algunos personajes de los altos estamentos del Estado en todos sus poderes públicos, que se han valido de los nexos con narcotraficantes para ascender en sus carreras, ganar elecciones y controlar el presupuesto público. Además, el narcotráfico ha tenido la capacidad para permear sectores del periodismo, la construcción, la industria y el comercio, entre muchos otros, pendulando entre la legalidad y la ilegalidad, entre la luz y las sombras, sin que la mayoría de la opinión pública se percate. Es decir, el narcotráfico está impregnado en el ADN cultural colombiano y lleva cuatro décadas mutando en sus formas y manifestaciones para quedarse a vivir como una enfermedad, como una tragedia permanente, como un drama del que no nos podemos liberar.

Sin embargo, algo que no ha cambiado mucho es la forma de combatir el narcotráfico. Colombia entró en una cruzada liderada por los Estados Unidos para atacar el narcotráfico desde la represión, y el resultado ha tenido un costo humano inconmensurable, especialmente para Colombia. La guerra del Estado contra la guerrilla se convirtió en una guerra de carteles. Los militares, aliados con los paramilitares, decidieron recuperar territorios a sangre y fuego desplazando a comunidades enteras, de quienes decían, eran aliados de la guerrilla. Muchos de estos territorios al final quedaron en manos de grandes terratenientes y paramilitares vinculados con el narcotráfico. La guerrilla, a su vez, domina bastas extensiones de cultivos en zonas apartadas y abandonadas del país en donde someten a los campesinos a cultivar matas de coca, pagándoles una miseria por la producción y controlando la vida social de las comunidades en las que se establecen. Esta tensión ha dejado a la población campesina indefensa y sometida a dos fuegos de los que no se pueden zafar. Los líderes sociales que intentan alzar la mano para denunciar la desesperada situación de sus vecinos son sistemáticamente eliminados por unos y por otros. Y esta dinámica se reproduce en una espiral infinita en la que el conflicto armado se recrudece cada vez más, pero que ya no gira alrededor de proyectos ideológicos, sino del negocio del narcotráfico y sus encadenamientos.

La represión ha sido el camino más largo, torpe, destructivo y menos eficiente para lograr el objetivo en la lucha contra el narcotráfico, que es que haya menos drogadictos. Gran parte del mundo lo está comprendiendo así y está variando sus estrategias con resultados positivos. Las políticas públicas en los países en donde está dando resultado la concientización del daño de las drogas en las personas tienen dos ejes fundamentales: Un enfoque desde la prevención, que consiste en ocupar a la juventud en actividades y tareas que les permitan evitar el ambiente y las dinámicas de las drogas como es el caso de Islandia (ver acá: https://elpais.com/elpais/2017/10/02/ciencia/1506960239_668613.html) y una perspectiva desde la salud pública, comprendiendo el problema de las drogas como una enfermedad para no criminalizar al drogadicto, sino para abordar el flagelo desde una atención integral, en donde el drogadicto es sujeto de derechos y merece la atención del Estado, como es el caso de Portugal (ver acá: https://elpais.com/sociedad/2019/05/02/actualidad/1556794358_113193.html). Lo ideal es combinar las dos estrategias, generar espacios para que los jóvenes se ocupen en ambientes y actividades que los alejen de las drogas y los vicios en general, y asumir el problema de la drogadicción como un asunto de salud pública, en la que el adicto es tratado como un enfermo y no como un delincuente. Colombia, desde el gobierno, sigue haciendo todo lo contrario: Los niveles de desempleo y desocupación crecen escandalosamente, la juventud está cada vez más abandonada a su suerte, y desde el Estado se busca por todos los medios volver a penalizar la dosis mínima, uno de los pocos avances sensatos que se ha tenido en el manejo del problema del consumo en Colombia que tiene más aristas sociológicas que penales.

En este orden de ideas, es claro que la lucha contra las drogas debe tener un carácter más integral que militar, y que la represión no solo deja millares de muertos, sino que además estimula tremendamente el negocio, porque incrementa los precios de las drogas a límites insospechados. De allí el poder corruptor del narcotráfico, que está en las inmensas utilidades que produce. Por lo tanto, la vía adecuada para quitarle impulso a la tragedia del narcotráfico es la legalización, el control y la regulación de los estupefacientes, concentrando los esfuerzos en la prevención y abordando el problema de la drogadicción como un asunto de salud pública.

Uno de los principales argumentos para oponerse a la legalización es que mientras no se legalice en Estados Unidos, el esfuerzo será inútil, porque los precios seguirán siendo exorbitantes en las calles de ese país. Lo que no se entiende es por qué Colombia debe seguir poniendo la mayor cuota de sangre en un conflicto alimentado por el dinero del narcotráfico y por qué tiene que relegar su soberanía para que sean los militares estadounidenses los que lideren las estrategias de esa lucha, mientras los índices de consumo en ese país se siguen incrementando escandalosamente. Colombia está pagando con sangre y sufrimiento el precio de las políticas ineficientes, ineficaces y poco efectivas que ha implementado Estados Unidos para reducir el consumo de drogas en su población. Estados Unidos, además, tiene problemas sociales profundos, entre ellos la drogadicción, y quiere encontrar la fiebre en las sábanas, que para este caso es Colombia, el país que las produce.

Esta sería la coyuntura histórica propicia para que Colombia liderara una iniciativa global para la legalización, regulación y control del negocio de los estupefacientes en el mundo, entre otras cosas, con la mayor autoridad moral internacional por la cuota de sangre que ha puesto en cuatro décadas de lucha fratricida e infructuosa. En consecuencia, esta coyuntura sería aprovechada por un gobierno digno, libre de la sombra larga y oscura del narcotráfico y un poco menos sumiso a los intereses de uno de los gobiernos más impopulares, corruptos y arbitrarios de los Estados Unidos. Pero no es el caso. Estamos bajo el yugo de un gobierno que define según sus intereses, líos y afinidades, para quién el narcotráfico es una tragedia y para quién un crimen.  Un gobierno que cree que al campesino cocalero del Catatumbo hay que reprimirlo con todo el poder aniquilador del Estado porque es un criminal, que al drogadicto hay que perseguirlo porque es un delincuente, pero que si el narcotraficante es el hermano de la vicepresidente pues entonces allí sí hay una tragedia familiar que merece ser escondida por más de veinte años, mientras ella decide desde el curubito del poder quiénes deben ser tratados como las víctimas y quiénes como los victimarios de ese nefasto negocio.

El camino es la legalización, asumiendo las consecuencias nacionales e internacionales que el debate pueda dar. Pero ese debate lo debe liderar un gobierno digno, sin ambigüedades éticas ni cuestionamientos legales. Y este gobierno evidentemente no lo es.  Y tampoco tiene la voluntad de hacerlo. Ni el interés. Ni la intención. Ni la autoridad moral.

 

Imagen tomada de: https://www.rcnradio.com/

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