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La decadencia del uribismo

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Me dicen, no sin razón, que subestimar el poder que aún tiene el uribismo y soslayar el arraigo popular que le acompaña en amplios sectores de la sociedad es un error y que, además, eso es pensar con el deseo. Quizá tengan razón y en 2022 nos llevemos una nueva sorpresa con el Centro Democrático metiendo más de cincuenta congresistas y padezcamos a Uribe peleando de nuevo una segunda vuelta con alguno de sus lacayos que se le sepa la talla de los Crocs, incluyendo a su hijo Tomás. Es posible.

Sin embargo, tengo razones fundadas para creer que el uribismo está en su ocaso y que si bien seguirá siendo una fuerza política relevante de cara a las próximas elecciones (si la Registraduría no incide descaradamente en el resultado de las mismas, que en manos de Alexander Vega es un riesgo latente), en 2022 estaremos presenciando el comienzo del fin de un lamentable accidente político que ha llevado a Colombia a niveles absurdos de degradación moral y concentración del poder durante la mayor parte de lo que va del siglo XXI. Lo que considero que hace este proceso irreversible, es que el uribismo se autodestruye a diario, porque cada vez genera más resistencia y menos adhesiones. Explico por qué:

En primer lugar, el uribismo desde el gobierno ha impulsado unos criterios medio clandestinos y retorcidos de lealtad, que lejos de representarles aliados, les genera malquerientes. Son múltiples las fuentes de primera mano que me han contado que en las entidades públicas de carácter nacional dominadas por el gobierno de turno, los funcionarios son contratados no por sus méritos y mucho menos por sus capacidades, sino por una rigurosa investigación en las redes sociales de los aspirantes, desde donde se define quién en merecedor de trabajar con el gobierno y quién no, de acuerdo con la lealtad de su pensamiento hacia el uribismo. Por supuesto, es un criterio infantil. Pero el uribismo es esencialmente una ideología caprichosa, agresiva e infantil.  Varios conocidos han perdido oportunidades de trabajar en el sector público porque los filtros de contratación incluyen no opinar en contra del gobierno ni del uribismo en general. Por supuesto, el que se refiera en términos desobligantes de Uribe está incurriendo en blasmefia y pecado mortal. Esta actitud pueril y arbitraria de los designados para dirigir las entidades públicas ha liberado de dudas a aquellos indecisos que aún creían en el carácter “moderado” del Presidente Duque, que no son pocos. 

En otras palabras, el uribismo ha hecho del poder ejecutivo en gueto inexpugnable de lealtades malsanas y antitécnicas, lo que produce efectos inmediatos en una mediocridad generalizada de las entidades que se nota. Los uribistas no se distinguen por su gran intelecto y mucho menos por su vocación de servicio, pero sí por su carácter de secta y por la veneración irreflexiva hacia su lider.

De otra parte, el constante aprendizaje del Presidente Duque empieza a desesperar hasta a sus partidarios. La falta de carácter de un presidente errático que cambió la gestión pública en terreno por la presentación de un programa diario de televisión insufrible en el que no dice mayor cosa, su cara de tonto perdido o de niño con juguete nuevo montado en cuatrimoto, el exceso de anuncios y el déficit de resultados, tiene al uribismo en pleno contra la pared. Mientras Colombia naufraga entre los confinamientos, los contagios por el COVID, un sistema de salud colapsado y las afugias económicas de millares de afectados como consecuencia de la pandemia, el presidente aprendiz ni siquiera ha sido capaz de fijar una fecha precisa para empezar el plan de vacunación y no pasa de los anuncios, que si bien alientan a uno que otro lamebotas como Felipe Zuleta Lleras (apodado por alguien muy ingenioso como “el Rodi Lleras”) o el abogado del régimen, Iván Cancino, no se evidencian resultados reales, mientras la gente sigue muriendo a diario por centenas y los hospitales siguen colapsando. Argentina, México, Chile, Costa Rica y Brasil ya empezaron a vacunar, mientras el gobierno de Colombia sigue sacando excusas y dando explicaciones que lejos de aclarar oscurecen.

Además, el deterioro permanente del orden público y de la paz es evidente. A diario el país sucumbe ante el asesinato de un líder social o ambiental, de algún firmante del acuerdo de paz o se presenta una masacre que el gobierno ha optado por llamar “homicidios colectivos”, un eufemismo más para disimular el río de sangre en el que se sumerge Colombia. Los resultados de las autoridades son pírricos porque no pasan de capturar a los sicarios que jamás revelan quiénes están detrás de estos crímenes sistemáticos, porque es muy probable que estos poderes oscuros estén muy cerca de los gendarmes del Estado. Las autoridades no tienen respuestas y las cifras de crímenes suben a diario entre el escepticismo y la incredulidad de la gente. Sobre todo porque la forma selectiva como el gobierno selecciona a “el que la hace la paga” atenta contra cualquier lógica de justicia e imparcialidad. El que la hace la paga excepto si es un aliado del gobierno, que no hace sino promover la libertad de sus condenados, como Andrés Felipe Arias, o la impunidad de sus funcionarios, como la Caya Daza, el exembajador Fernando Sanclemente o el propio Uribe, personajes subjudice a quienes muy difícilmente les alcanzará un juicio justo e imparcial. El uribismo no goza de credibilidad, es puro discurso, no tiene nada nuevo que ofrecerle al país y Colombia bajo su gobierno vive días desesperanzadores y oscuros, con un presidente aprendiz dando palos de ciego y un grupo político que aprovecha su poder para revertir lo poco que se había alcanzado con los acuerdos de paz.  

También es un hecho que la imagen de Uribe se ha ido deteriorando. Del brioso intocable que se podía “meter en todas las candelas” porque no tenía rabo de paja, solo queda un expresidiario corriendo bases para que la justicia no lo alcance, mientras se le va cerrando el cerco de la verdad alrededor de sus fechorías. Tuvo que renunciar al Senado para que la Corte Suprema perdiera la competencia sobre su investigación con el fin de buscar refugio en la Fiscalía del amigo del Presidente, un ególatra embelesado por el poder que hará lo que sea necesario para quedar bien con su jefe. Pero la verdad es que ya son pocos los que creen en la inocencia de Uribe y mucho menos en la imparcialidad de Barbosa, que posa para las cámaras de su propia incompetencia y que quiere llenar con publicidad lo que está vacío de Derecho. A Uribe se la cayó la máscara. El abogado que le servía de mensajero para sobornar testigos está el borde de acompañar en la prisión a sus clientes. Su defensa cada vez está en más aprietos y acude a mecanismos cada vez menos ortodoxos para salvar a su jefe de la cárcel.

Por eso los uribistas están haciendo esfuerzos ingentes para inflar el globo de Tomás Uribe, con la esperanza de que recupere las banderas de su padre y reconstruya por la vía de las dinastías monárquicas el poder de la secta para volver a dominar a Colombia como la finca que ellos creen que es. Pero para bien y para mal, el hijo de Uribe no tiene la fuerza de Uribe. Ni siquiera el propio Tomás se tiene esa confianza. Además, el legado de Uribe es flojo, perecedero, y no irá más allá del propio Uribe que ya ronda los setenta años. Uribe no es Chávez ni Perón, que extendieron su poder más allá de su muerte, su legado no lo va a trascender y cuando desaparezca de este mundo, el uribismo no va a ser más que un mal recuerdo, mientras que los que se consideran sus legítimos herederos políticos se van a terminar sacando los ojos entre ellos. El uribismo solo le obedece a Uribe. Cuando Uribe falte, la secta estallará sin quién los cohesione y sin quién los organice. 

Uribe es un prófugo sin condena, esperando que lo salve su poder ya que su inocencia se desvanece con la evidencia que surge como una si fuera una cloaca que se rebosa, porque ya es imposible ocultar cuánto daño le hizo al país y cuánta responsabilidad le cabe en crímenes tan atroces como los que cometieron los grupos paramilitares, los excesos del Estado cuando él fue el Presidente y los millares de muchachos asesinados en total estado de indefensión que ahora llamamos los falsos positivos. Como el dictador Rios Montt de Guatemala, que dejó miles de muertos inocentes en nombre de la autoridad y el orden, la justicia le llegará tarde al señor Uribe, pero quizás aún viva para notar que la sociedad lo condena y lo repudia, así jamás pise una cárcel.

En el plano internacional, el uribismo perdió su principal apoyo con la derrota de Trump. Como lo expliqué en la columna anterior, el gobierno de Biden está comprometido con la implementación de los acuerdos de paz que el uribismo quiere destrozar, y en este sentido va a ser notorio en los foros internacionales el deterioro de los Derechos Humanos en Colombia, un tema descuidado deliberadamente por un personaje al que poco o nada le importaban estos asuntos. Además, el ridículo que ha hecho Duque anunciando las pocas horas que le quedaban en el mando de Venezuela al dictador Maduro y el apoyo irrestricto a esa figura cómica de Guaidó como presidente interino, está dejando muy mal parada la política exterior de Colombia en el concierto internacional.

Es posible que yo me equivoque. Es posible que quienes me dicen que mi aire triunfalista con respecto a la decadencia del uribismo es apenas un espejismo tengan razón. Pero eso más que hablar mal de mi capacidad para hacer predicciones, que no es una de mis virtudes, habla mal de la dignidad del país. Si Colombia no es capaz de derrotar al uribismo en el 2022 es porque todavía muchos se siguen comiendo el cuento del castrochavismo que se inventó el propio Uribe. Esto ni siquiera sería culpa del uribismo, sería culpa de la ignorancia deliberada de la gente. Si creen que un país bloqueado, empobrecido y sometido como Cuba tiene la capacidad para incidir en las elecciones en Colombia, es culpa de los que aún creen en las cadenas de whatsapp y que no son capaces de analizar con un mínimo de criterio. Si Colombia no es capaz de derrotar al uribismo en 2022, después de cuatro años miserables del gobierno de un párvulo sin experiencia que se subió al asiento de Nariño para presentar un programa de televisión, estamos honestamente jodidos.

Yo quiero creer, así sea con el deseo, pero con razones de sobra, que el uribismo está en decadencia. De no ser así, es el país el que sigue decadente y esta degradación es culpa de todos y cada uno de sus ciudadanos por acción u omisión. Está demostrado en la cotidianidad que el uribismo es una secta que afecta los cimientos de la institucionalidad, del equilibrio de poderes y de la majestad de la justicia. Quien no lo quiera ver, quien insista en votar por ellos, es porque se ha beneficiado de toda esa podredumbre, porque vende su voto al mejor postor o porque es demasiado bruto. 

Al uribismo en el poder todavía le queda año y medio para seguir mostrando sus abusos, su arbitrariedad y su incapacidad para gobernar. Este tiempo es suficiente para seguir haciendo pedagogía, para seguir denunciando sus vicios y su perversidad, para mostrar cuánto daño le hace la extrema derecha a las bases de una sociedad que pretende ser incluyente, democrática y plural. Quizá concentrando el debate en el modelo de país que queremos, por más diferencias que existan entre esas visiones de país y de futuro, encontremos la competencia de disensos que se pueden dirimir en democracia. El uribismo no tiene nada que ofrecer. Es un movimiento en decadencia liderado por un anciano decrépito también en decadencia que tiene mucho que explicarle a la justicia y muy poco qué ofrecerle al país. Hay que dejarlos hundir en su propia bilis y la oportunidad está en 2022.

Como dirían ellos tratando de no sucumbir: Ojo con el 22.

Fotografía tomada de france 24.

 

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