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¿Esta es la paz de Uribe?

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Durante el proceso de negociación del Gobierno de Juan Manuel Santos con la guerrilla de las FARC, en Colombia se tomó como costumbre recitar un estribillo cada vez que ocurría un acto de violencia, que se presentaba alguna protesta social que era reprimida por la fuerza pública, cada vez que ese gobierno tomaba una decisión impopular, o por lo que fuera. Incluso, era una pregunta que se repetía en son de burla dentro de las situaciones más inverosímiles. Este estribillo era “¿Esta es la paz de Santos?”.

Esta pregunta persistió, no sin hacer mella, hasta ese 2 de octubre de 2016 cuando el NO ganó el plebiscito sobre los acuerdos de paz de La Habana, dejando todo el acuerdo en un limbo complicado, que se debió resolver con algunos ajustes de última hora y con la refrendación de los mismos por parte del Congreso. Sobre los resultados del plebiscito vale la pena hacer algunas precisiones porque el uribismo quiere hacer parecer como si estos encarnaran una voluntad popular arrolladora y decididamente mayoritaria y la verdad, no fue así. En primer lugar, la abstención superó el 60% del censo electoral, demostrando una vez más la inmadurez política del país en momentos críticos. En segundo lugar, la diferencia de votaciones entre el SÍ y el NO a favor de los segundos, no superó ni siquiera el 1%, poco menos de 54 mil votos. En tercer lugar, en los municipios más golpeados por la violencia del conflicto el SÍ ganó de forma arrasadora. Por ejemplo, en Bojayá Chocó, tristemente célebre por la masacre del 2 de mayo de 2002 que dejó más de 80 muertos cuando las FARC estalló una pipeta de gas en una iglesia repleta de civiles, que huían de las balas por los enfrentamientos entre guerrilla y paramilitares, el SÍ ganó con el 96% de los votos. Es decir, si bien el NO ganó en las urnas, hay que tener en cuenta los matices que hubo en este proceso para comprender que no fue la decisión de una mayoría arrolladora, sino la demostración de un país tremendamente apático y desinteresado por un lado, y ferzomente dividido por el otro.

El gran reto que supuso el triunfo del NO en el plebiscito era el de conocer cuál era la propuesta alternativa que tenían los militantes de esta postura para mejorar o modificar los acuerdos. La respuesta frente a este reto no solo fue deprimente, sino preocupante. No tenían propuesta alterna. Lo único que quedó claro del proceso ideológico y electoral del NO, es que la mayoría de sus postulados para atacar los acuerdos partían de mentiras y verdades a medias, tales como que el acuerdo obligaría a implantar la tal “ideología de género” en todos los colegios del país, que no es más que el reconocimiento y el respeto sobre la diversidad en cuanto a la orientación sexual en Colombia, punto que no se trató ni era del resorte de los acuerdos. El propio gerente de la campaña por el NO, el uribista Juan Carlos Vélez, afirmó de manera ligera que su estrategia fue “sacar a la gente berraca a votar”. Es decir, que prefirieron exacerbar los ánimos en contra de los acuerdos con base en consignas cargadas de animadversión y odio, que promover un estudio juicioso y pedagógico sobre los mismos. Muy pocos de los que salieron ese día a votar por la refrendación de los acuerdos vía plebiscito, los había leído. La mayoría se quedaron con la información distorsionada, fragmentada, dispersa y descontextualizada que se compartió a través de los medios o de las redes sociales y así marcaron el tarjetón.

Sin embargo, el golpe de gracia en contra de los acuerdos de La Habana se decretó en las elecciones legislativas y presidenciales de 2018. En primer lugar, en el Congreso, porque aparte del Centro Democrático, que es el partido de Gobierno, quedaron las mayorías que son gobiernistas en todos los gobiernos, los que se acomodan, los que reptan en las sesiones y en las votaciones legislativas persiguiendo el presupuesto público, complaciendo al Ejecutivo en lo que les pida, para mantener su influencia burocrática y los grandes contratos en las regiones. Y bueno, luego con la elección de Iván Duque como presidente, así, en minúscula, que no tiene más mérito para ocupar el cargo que ser el que dijo Uribe y que viene siendo un mero operador sin carácter y sin criterio de lo que le mande el partido y, por supuesto, del propio Uribe.

El uribismo prometió hacer trizas los acuerdos de La Habana y lo está haciendo. Los ataques sistemáticos a la Justicia Especial para la Paz (JEP) por parte del Centro Democrático, la manifestación expresa de sus congresistas de acabar con este mecanismo de justicia transicional y la reducción del presupuesto por parte del Ejecutivo a esta Entidad, sumado a los proyectos de Ley que ha presentado el gobierno para quitarle cobertura, fuerza y jurisdicción, son solo un eslabón de una larga cadena que está encaminada a sabotear la implementación de lo acordado.

Pero ¿Cuál es la paz de Uribe? Nadie lo sabe. Los pilares del Plan de Gobierno de Duque son legalidad, emprendimiento y equidad. La palabra paz no aparece por ninguna parte. Claramente no es una prioridad para el actual gobierno. A pesar de que el presidente tiene tres consejerías que deberían trabajar en temas de paz, la verdad es que los avances son precarios y el deterioro de la seguridad, la sana convivencia y la tranquilidad en el país, especialmente en las regiones, son evidentes. Existe la Alta Consejería para los Derechos Humanos y los Asuntos Internacionales a cargo de Nancy Patricia Gutiérrez, quien aún tiene procesos abiertos por nexos con los grupos paramilitares. Además, está la Alta Consejería para el Posconflicto, cuyo titular es Emilio Archila, que cuando pierde la paciencia al momento en el que se le cuestiona por los avances tan lentos y tortuosos de la implementación de los acuerdos, insinúa que los periodistas están comprados, como le pasó a Maria Jimena Duzán, cuando le estaba preguntando por el desplazamiento de los desmovilizados del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Ituango, víctimas de amenazas y hostigamientos por parte de grupos paramilitares y narcotraficantes de la zona. Y para terminar, el Alto Consejero para la Paz, Miguel Ceballos, quien ha demostrado una tremenda indolencia al decir que no se pueden llamar masacres a las vendetas entre grupos de mafiosos mientras caen jóvenes asesinados en masa a lo largo y ancho de todo el país; y una tremenda ignorancia del sistema jurídico internacional, al sugerir que iba a presentar a Mancuso al Tribunal de Justicia de la Unión Europea en caso de que este fuera extraditado a Italia, cuando este caso no podría estar dentro de la competencia de dicho tribunal por múltiples razones. Poner a un Alto Comisionado de Paz indolente e ignorante, solo demuestra el interés que tiene el gobierno en ese tema.

De otro lado, el Ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, ha tomado como bandera de la defensa nacional la lucha contra el narcotráfico, especialmente contra los cultivadores, que son el eslabón más débil, delgado y pobre de una cadena larga y tremendamente rica y poderosa. En los acuerdos de La Habana se estableció que el mecanismo preferente para acabar con los cultivos ilícitos sería la erradicación manual y la sustitución de cultivos. Esta forma de reducir los cultivos ilícitos implica grandes responsabilidades para el Estado, porque a los campesinos se les debe garantizar una supervivencia digna con base en un transporte eficiente que garantice la comercialización de sus productos. La mayoría de cultivos ilícitos están en zonas deprimidas del país, de difícil acceso, con vías precarias o inexistentes. Por lo tanto, la participación del Estado para que este compromiso sea viable, requiere un fuerte componente social y de acompañamiento permanente a las comunidades. Pero, por el contrario, el gobierno ha decidido criminalizar y perseguir a los cultivadores a través de las Fuerzas Militares desplegadas en el territorio e insiste, a pesar de todas las recomendaciones sanitarias y los fallos judiciales al respecto, en reiniciar las aspersiones aéreas con glifosato, lo que solo acabaría con los cultivos lícitos y con la salud de los campesinos. Coincide con este despliegue militar para perseguir los cultivos, el asesinato sistemático de líderes sociales en las regiones, principalmente líderes de restitución de tierras y sustitución de cultivos. Y ahora, con mayor intensidad, las masacres de jóvenes por todo el país, especialmente, en estas zonas, lo que parece más que una coincidencia. Si bien, de acuerdo con las autoridades internacionales que hacen monitoreo sobre el narcotráfico, las hectáreas de cultivos ilícitos se han reducido en Colombia, la producción y tráfico de cocaína se ha incrementado. En otras palabras, la lucha ha sido efectiva contra los campesinos cultivadores, pero no contra los narcotraficantes. Además, resulta cínico y le quita cualquier viso de credibilidad o de autoridad moral al gobierno ese discurso de lucha contra el narcotráfico, cuando la campaña de Duque está cuestionada por la financiación del narcotraficante y testaferro el “Ñeñe” Hernández, ficha de Marcos Figueroa, un tenebroso narco y sicario de la Guajira, socio del exgobernador condenado por múltiples homicidios Kiko Gómez. También cabe recordar que al exembajador de Colombia en Uruguay, Fernando Sanclemente, se le encontraron tres laboratorios de procesamiento de coca en una finca de su propiedad, cerca de Bogotá. Esto sin contar con los nexos familiares de algunos miembros del Centro Democrático con reconocidos narcotraficantes. Es decir, al uribismo no le gusta el narcotráfico y dicen combatirlo, salvo a los que financian sus campañas.

Y ahora, que por fin la justicia le ha hecho cosquillas a Uribe (pero no le hizo gracia), él se ha inventado un nuevo enemigo: “Las juventudes de las FARC” y a estas les ha nombrado un comandante, Iván Cepeda. Porque otra costumbre que tiene Uribe es criminalizar a la oposición o a cualquiera que se atreva a investigarlo. Así lo hizo en contra de la Corte Suprema en su segundo mandato, también, en contra de periodistas, académicos y políticos opositores, a quienes persiguió, intimidó y criminalizó ante la opinión pública. Algunos se tuvieron que exiliar, otros fueron puestos presos y otros más asesinados. Ahora se sabe la verdad y sus víctimas salen indemnizadas, sus colaboradores están pagando condenas y él sigue impune, eternamente impune.

En otras palabras, la paz de Uribe sencillamente no existe. Su política es la guerra y su única consigna es la victoria, derrotar y exterminar al enemigo en nombre de la seguridad democrática. Así gobernó de 2002 a 2006 y con el mismo discurso se hizo reelegir de 2006 a 2010. Y no derrotó a la guerrilla de las FARC. Y no solo no la derrotó, sino que para dar la apariencia de que era una guerra que se estaba ganando, que estaban exterminando al enemigo, en su gobierno se asesinaron entre 3 mil y 10 mil personas engañadas en total estado de indefensión para hacerlas pasar como guerrilleros muertos en combate, lo que aún se conoce como “los falsos positivos”.

La paz de Uribe no existe. Cuando ganaron el plebiscito en 2016 sencillamente querían destrozar los acuerdos. No tenían ni tienen aún propuesta alternativa para alcanzar la paz. Lo de ellos es la guerra, la confrontación armada, las masacres sistemáticas, el homicidio selectivo y la criminalización de la oposición. La palabra paz no está en su glosario, la reconciliación consiste en que el país les pida perdón y se les arrodille, la verdad es la que se les antoje y la justicia la que les convenga. El proyecto que surgió en Ralito entre los paramilitares y algunos gobernantes del Caribe para refundar la patria, sigue en marcha. Esa patria de terratenientes latifundistas, grandes empresarios y políticos poderosos, sigue en pie y se está ejecutando en este momento.

La paz de Santos fue una paz imperfecta. Sin duda, propició más impunidad de la deseable. Aún creo que la participación en política de las FARC fue prematura, pero era parte de lo que el Estado debía ceder para avanzar en la negociación con un grupo que no estaba capitulando, porque en el terreno no fue vencido. Pero al menos marcaba una ruta a seguir y daba una esperanza de reconciliación. Porque a pesar de todos los peros que pudieran surgir en cuanto a sus motivaciones e implementación, las bases son tremendamente necesarias para avanzar en algún sentido: Verdad, justicia, reparación y compromiso de no repetición. Sin estos elementos es imposible avanzar hacia la reconciliación. Y el uribismo no tiene interés en comprometerse con ninguno de estos principios.

Con Santos nos podíamos preguntar, aunque fuera a regañadientes ¿Esta es la paz de Santos? Con Uribe la pregunta es ¿Cuál es la paz de Uribe? Y la respuesta es no, no hay paz de Uribe. Lo de él es la guerra. Una guerra en la que la victoria es dejar un país a la medida de sus intereses y que le garantice la impunidad eterna. Y ya en eso están trabajando también sus hijos, los legítimos herederos de la monarquía del Ubérrimo.

Fotografía tomada de Revista Semana.

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