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El tablero: Juego anónimo

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Eran las últimas cinco monedas que le quedaban después de una larga faena. No sabía si jugarlas todas esperando un milagro o meter una por una para prolongar la agonía. La primera era una decisión desesperada después de haber perdido más de un millón de pesos en un día improductivo, banal, retador y decepcionante. Decidió finalmente jugarlas de una. Las metió. El tablero dictó su sentencia. Un par de qües devolverían las mismas miserables cinco monedas a su confundido jugador. El cambio de las tres restantes podría dar un full o un póker que daría un poco más de créditos para seguir jugando y por qué no, para recuperar el millón perdido. Las noticias después del cambio no fueron tan buenas, no tan malas. Un trío de qües. Quince fichitas darían tres tiritos más a nuestro pobre perdedor. Él sabía que no era suficiente. Por eso osó doblar. La máquina bota un cinco. Es imposible perder dentro de cuatro oportunidades más. En ese justo momento apareció la niña que reparte los refrescos, tan cándida y agraciada… pero tan impertinente. Agua, tinto o gaseosa. –Nada, ahora nada, gracias- Ya ni le miró las piernas debajo de esa minúscula falda, tampoco los ojos. Estaba concentrado en las cartas, en ese maldito cinco y en la posibilidad de que apareciera el traicionero cuatro acabando con el sueño. Golpe a la última tecla. El seis. Qué susto. Estuvo cerca. Eran treinta. Aún así, no era suficiente. En un acto de arrojo dobla de nuevo. Una jota. Maldita sea, una jota es una carta muy alta, sólo una figura mayor o el As pueden vencerla. Golpe a la segunda tecla de izquierda a derecha y aparece otra jota. Tie! Aparece en la pantalla. Una nueva oportunidad. Vaciló por un momento mirando el No como una premonición pero no atendió, se arrojó de nuevo al Sí. –No es posible- miró decepcionado al ganador del lado, porque por aquellos azares de la vida, el del lado siempre gana. El As, el maldito As. Sólo un milagro podría revertir la condenada suerte. Un suspiro profundo un repaso con los dedos a las teclas y golpe a la última carta de izquierda a derecha. Un cinco, un lánguido cinco que dictaba el final y en la pantalla la leyenda “insert five coins”. ¿Cuáles five coins? No tengo nada, me dejó limpio esta pendeja máquina. Se decía para sus aporreados adentros, mientras le pegaba suave, como esperando la reacción de los teléfonos públicos de antaño que a punta de golpes devolvían las monedas.

Se quedó sentado un rato esperando un milagro de la nada. Otra vez la señorita que sólo puso la bandeja al frente sin decir nada ni hacer caritas porque el rostro del cliente estaba evidentemente descompuesto. No la miró, ni las piernas ni los ojos. Sólo un vaso de agua que estaba a la mano y se lo tomó lento, como si fuera vinagre. En un movimiento de autómata se paró y miró de reojo en sus bolsillos. Unas llaves que le recordaron que hace tres horas que debía haber llegado a su casa y un celular apagado que le acusó porque todo el día lo debieron haber llamado del trabajo. Nada más. Ni un peso. En el mismo movimiento aletargado esculcó la billetera y la tarjeta débito asomaba por una estrecha ranura. Caminó lento hacia la entrada con la mirada pérdida en la gente, en la calle. Buscaba un cajero, pero esta no era una máquina para jugar y el saldo ya lo sabía. Fondos insuficientes. Cuando sacó los últimos doscientos mil ya no lo dejó. La barrió con los últimos ciento cincuenta, que también perdió.

Alcanzó la puerta y a lo lejos escuchaba un murmullo. En realidad era la chica de los refrescos que se acercaba con su chaqueta. Señor, se le quedó esto. A sí, gracias. Para él ya no existían piernas ni ojos. Ni siquiera de él.

Serían las nueve de la noche y la calle aún concurrida, le daba una bienvenida hostil. Señor, una monedita, le decía un niño carisucio halándole la chaqueta. No tengo. Sólo una de cincuenta, señor. ¡Que no tengo! ¡Lárgate ya! El pequeño lo miró con extrañeza, ni siquiera se sintió ofendido.

Miraba a los mendigos tirados en el suelo y veía con deseo las pocas monedas que se agitaban en los vasos. Intuía que con una moneda de doscientos podría empezar de nuevo. Pero no, ya era suficiente. Esta noche llegaría a casa sin un centavo a pesar de que era día de pago. Le diría a su esposa que lo atracaron y rompería un poco su chaqueta contra el pavimento para darle más credibilidad a la mentira. El trecho era largo, debía caminar casi sesenta cuadras del casino a su casa.

Empezó a caminar con la mirada clavada en el pavimento y revolviendo las llaves en los bolsillos esperando a que apareciera una monedita.

Como el agonizante, mientras caminaba, su vida corría por los ojos y se escapaba por sus bolsillos casi rotos de tanto molerlos con las llaves. – Voy a cambiar – pensaba – Voy a dejar el juego y desde mañana mismo seré una persona trabajadora, responsable. Nunca más, maldita sea, nunca más entraré a ese jodido antro de perdición. He ido a donde las prostitutas muchas veces y jamás me he sentido tan sucio como hoy. Jamás he salido tan decepcionado. Jamás tan pobre y jodido-.

Su mirada barría el suelo. Sus zapatos le acompañaban. -¿Algún día fui bueno, algún día fui distinto?- Se preguntaba. – Quizás cuando niño, nada de esto me importaba. No me importaba la plata porque no me hacía falta. Lo que me ponían en la mesa me lo comía, lo que me ponían de ropa me lo dejaba. Nada de lo que siento hoy que me hace falta, existía antes. Y aunque nada tenía no me sentía tan miserable como hoy. Sigo igual, sin nada, pero ahora todo me hace falta y lo peor, todo eso que me hace falta, lo acabo de perder en una maldita máquina. ¿Algún día fui bueno, algún día fui distinto?

Pasos en la penumbra por una ciudad capital contemporánea en vía de desarrollo. Bocinas ensordecedoras de desadaptados con afán, taxis como peste de fiebre amarilla inundando las calles, humo de contaminación de fábrica que forma una cobija grisácea y repugnante sobre los rascacielos.

La noche había terminado como el resto del día: fatal. Corrió las últimas tres cuadras antes de llegar a su casa para que su esposa lo viera agitado. Rasgó su chaqueta contra el pavimento. Abrió la puerta a las 11:13 de la noche esperando un poco de compasión de esa mujer paciente que ya había oído historias semejantes en el pasado. Ni un ruido. Ni una luz encendida.

A las 6:13 del amanecer del siguiente día, se levantó de la cama esperando un reclamo, un reproche, un insulto. Nada. Una mujer dormida, casi muerta, yacía plácida como si él no existiera. Quería levantarla de un grito sólo para que le dijera que clase de porquería era. Inútil. Ni un ruido, sólo la luz del alba despuntando. Una noche que se fue en negro. Ni siquiera en blanco porque todo era oscuro. Hasta las metáforas. Después de alistarse como el que va más para un funeral que para una oficina y coger las moneditas que sobraron del pago de un recibo para el que su esposa había pedido plata prestada a una vecina, emprendió marcha.

Camino al trabajo, mientras buscaba una buseta que lo llevara, pensaba qué disculpa se iba a inventar por su evasión. Ya era la tercera en menos de dos meses. Sería difícil matar a una tercera abuela, porque abuelos no conoció o peor aún, disculpas más canallas como las del año anterior. Un supuesto aborto inesperado de una esposa que nunca estuvo embarazada.

– Tengo problemas. Pero debo resolverlos con calma -. Pensó. – Llegaré a la oficina y diré que me atracaron pero no en la noche, sino después del almuerzo cuando venía para la oficina y diré que me dieron escopolamina y que me llevaron de urgencias a la clínica. Eso pasa todos los días. Incluso les diré que lo pueden comprobar con mi esposa. Igual nadie la conoce en la oficina -. La esposa era tan distante de su mundo como él lo era del corazón de ella en ese momento.

Llegó a la oficina y con cara de tragedia se presentó a su Jefe. Cojeaba torpemente como el cojo que no le duele nada, como cojea el farsante que pide limosna en su primer día de mendigo.

No hubo saludo. ¿Qué le pasó? ¿Con qué va a salir esta vez? Pregunta de incrédulo con autoridad. Además con razones. – Me atracaron, venía de almorzar y… – Maldita casualidad, maldito Murphy y todos sus aviones del carajo. Sonó aquel aparato parido en el mismísimo infierno que arrancó de las entrañas de los humanos cualquier espacio de privacidad o intimidad justificada. Celular lo llaman no sólo por su tecnología sino porque tiene vida, como las células y los humanos. Es un delator constante de lo que otrora fuese inspiración de Shakespeare, lo oculto. Julieta hubiese salvado la vida a su Romeo y la suya propia si a tiempo hubiera advertido al amado de su farsa antes de que él tomara la decisión de morir junto a su timadora amante que en realidad estaba tan viva como excitada. Julieta hubiese llamado al celular de Romeo y le hubiese dicho en voz baja, muy baja y ocultando el diminuto aparato para no levantar sospechas, algo así: Romeo, si me veis como muerta es porque estoy bajo el efecto de una pócima… pero no demoraré en ese estado para ser por siempre tuya, amado mío. Romeo hubiese esperado conforme a la instrucción y escaparía con Julieta. Hubieran sido felices y comerían perdices (por un tiempo). En consecuencia, los Montesco y los Capuleto no hubieran tenido otra alternativa que hacer las paces, aceptarse como consuegros, cuñados y todas las variables de afinidad jurídica que da un pinche matrimonio y quizás, con el tiempo, Romeo no hubiera soportado la hipocondría de Julieta ni Julieta los celos enfermizos de Romeo y cada uno hubiese vuelto al hogar que casi destrozaron por ser tan pasionales y cursis. Shakespeare siglo XXI sería sólo un escritorcillo más juzgado por la crítica mundial no sólo por sus finales tontos sino por no pensar en algo tan obvio como el uso de san celular para evitar una tragedia tan poco verosímil hoy. Gracias a los cielos la maldición no le cayó a Shakespeare y su grandeza sigue intacta, pero sí a nuestro mentiroso jugador o jugador mentiroso que siempre es lo mismo.

“Casa” decía en la pantalla. Fue sólo un pequeño fragmento de timbre, esos timbres detestables que parecen música de carro de paletas, porque el movimiento del pulgar sobre el botón de colgar fue tan rápido como el del índice del mejor vaquero en el peor duelo. Era demasiado tarde. Lo que le pudo haber salvado la vida a Romeo y Julieta y arruinado la carrera de escritor a Shakespeare, ahora destruía la tramoya del jugador.

Tenía que pensar en una respuesta rápida para una pregunta obvia. La pregunta no dio espera. – ¿Lo atracaron y le dejaron el celular?… Qué curioso… -. Sudor frío. Maldiciones en voz baja a la persona que desde “Casa” rompió el encanto de la mentira. Y una respuesta tan idiota como increíble. – No me había dado cuenta de que me dejaron el celular, que ladrones tan tontos… jejejeje… no se dieron cuenta que llevaba celular…- La cara del Jefe no avaló la respuesta. Tampoco su críptica frase final. – Váyase a trabajar. – Quedó tan atónito con la orden que se le olvidó la cojera y salió caminando como el mejor marchista del Ecuador.

“Váyase a trabajar” podría significar “Váyase de trabajar” en contados días o contados momentos. Un despido justificado ya tenía todos los argumentos. – ¿Y ahora qué hago? Jodido, sin plata y ahora sin trabajo… ni siquiera tengo para le bus de regreso.

El día laboral se fue con la productividad equivalente a la de un ciego que asiste al cine mudo.

Cargaba con tanta vergüenza que no fue capaz de pedir prestado dinero a los compañeros (casi ex compañeros) de trabajo. Se sentía tan sucio que prefirió ocupar sus bolsillos con las manos que habían llevado el trabajo de un mes pasado y un mes de responsabilidades futuras, al buche de una máquina insensible. Otra caminata le esperaba en la que revolvería llaves en el bolsillo de una casa que ya no era un hogar por el calor que se sentía, o mejor, que ya no se sentía.

El camino fue un nuevo vía crucis de tantas estaciones como cuadras… hasta una de las caídas del redentor la pudo sentir en carne propia. De acuerdo con la fábula de los tres hermanos del cantautor cubano Silvio Rodríguez, él cometió el pecado del hermano del medio: “Iba despierto y bien atento, al horizonte igual…” para no quedar en la canción, pasó lo que le podía pasar a un hombre al que nada bueno le estaba pasando y que en su tristeza omitió el piso para tratar de ver en otros rostros preocupaciones que le consolaran un poco la suya. Tropezó. El arte del tropiezo empieza con el golpe del pie (izquierdo o derecho, cualquiera de los dos) con un objeto al que el pie no puede desplazar. En este caso fue el izquierdo, con el mismo que se levantó. Luego, en su frenético desplazamiento el pie que no se ha enterado de que su compañero ha sufrido un percance le alcanza y el pie afectado trata de no perder el compás generando un corridito inútil porque la ley de la inercia ya habrá hecho colapsar el resto del cuerpo complementando el infortunio de la física en el evento del tropiezo con la ley de la gravedad. Luego, tropiezo es igual a la ley de la inercia más la ley de la gravedad menos la coordinación de los pies: t = (Li + Lg) – Cp. Todo esto provocado por un agente externo llamado piso irregular (Pi). Como las manos estaban en los bolsillos y los ojos en preocupaciones ajenas, la reacción juntó la impotencia que da la falta de dinero en esos bolsillos con la idiotez que genera pensar a qué se deben las preocupaciones ajenas. Aparte de la deducida fórmula anterior, la velocidad contribuye a aumentar el nivel del impacto de la masa contra el suelo una vez los pies han perdido el control sobre el equilibrio del resto del cuerpo. Debemos tener en cuenta que nuestro jugador iba apurado como consecuencia de una ausencia de explicación de llegada tarde de la noche anterior que debía ser atenuada con un arribo tempranero.

El cuerpo se acercaba con aceleración ascendente al piso, la cara trataba de evitar recibir el impacto como primer anfitrión y se transfiguraba con ojos abiertos, muy abiertos, los molares inferiores y superiores se abrazaban como amantes desenfrenados y los labios se corrían con angustia hacia atrás dejando los dientes delanteros descubiertos a su suerte. ¿Y las manos? ¿En dónde estaban las manos, héroes naturales de las caídas al recibir con gallardía el piso para salvar al resto de la anatomía humana? Las que debían ser heroicas manos no se percataron a tiempo del colapso porque el cerebro envió órdenes confusas a los pies y las benditas manos actuaron tarde y torpemente. Trataron de salir por el costado inferior de los bolsillos, allí donde se cosen con doble remache para que las monedas, que no tenía el jugador o las llaves, que ya los tenían molidos, no se salieran rumbo al suelo. En su valiente pero lerdo intento por salvar el cuerpo y la cara de don juego, las manos rompieron con furia los bolsillos pero quedaron atrapadas tras el dril del pantalón. “Alea jacta est.”… La suerte estaba echada. Manos cautivas, pies derrotados, cara transformada y ojos abiertos, muy abiertos dando vista al cielo, al horizonte y al suelo expectante en centésimas de segundo… cuerpo en barrena. ¡Oh! pecho, corajudo pecho. Arma del guerrero desarmado, hidalgo que rompe el viento y la mar en contra y recibe con valor la lanza que marca el fin de los gallardos. Pecho corajudo pecho. Qué guamazo tan violento recibió don juego en su pecho. Pleno impacto al cemento del andén, como avión que ha perdido su tren de aterrizaje. Pecho que no encontró más solución que cubrir la ineficacia de las manos para salvar a la doncella de la dimensión corpórea: La cara. El pecho puede cubrir su vergüenza de las marcas del dolor con prendas que las hacen imperceptibles. La cara no tiene esta ventaja porque los ojos no se pueden ocultar de la luz para cumplir eficazmente su tarea, la boca no se puede cerrar todo el tiempo y la nariz necesita recibir el aire fresco como gaviota al vuelo. Las marcas en la cara son nido de preguntas imprudentes y conjeturas morbosas. ¿Qué le pasó en la carita? Qué ternura. Se dice “carita” para mitigar el término que subyace en la mente denominado “chamba”, “chaguala”, “cortada inmunda”, “raspada tenaz” en caso de accidentes o “barro seboso”, “nevado”, “volcán a punto de erupción”, “huevo doble clara triple yema” en caso de acné juvenil que a veces llega a fregar hasta los 40 años. “A ese lo cortó la mujer por infiel” en el caso de los caballeros o “a esa la cortó el marido por vagabunda” en el caso de las damas, es la conjetura más mentada en los círculos populares.

El pecho salvó la torpeza de las manos pero trasmitió dolor interno de todo lo que contiene. Externón, pulmones, corazón, costillas y todo lo demás. Un gemido seco salió de las profundidades del destruido ego derrumbado. ¡Uh! Ni un sonido más. Ni un quejido, ni una llamada de auxilio, ni expresión alguna de dolor. El dolor del ego siempre es mudo, así el cuerpo se esté desgarrando a pedazos. Lo único que queda después de una caída en la calle es suponer que no hemos caído en este planeta sino en Marte y que estamos rodeados de marcianos que hablan un idioma extraño que siempre empieza por Jota y repite insistentemente la misma sílaba: marciano indiscreto: jajajajajajaja, marciano divertido: jejejejejejeje marciano solapado: jijijijijijijijijij, marciano navideño: jojojojojojojo y Marciano burlón: jujujujujujuju. El marciano idiota habla un poco distinto y no utiliza la Jota. Sólo pregunta: ¿Se cayó señor? El caído debe omitir cualquier interlocución con esos marcianos e incluso ignorar la pregunta que parece entendible más no comprensible. “Lo evidente no se pregunta”, dijo el cantante Juan Gabriel cuando le preguntaron si era homosexual. El paso siguiente es levantarse con mayor velocidad de la que ha tomado la caída y continuar el camino pensando que los marcianos no existen. En la praxis, que los humanos tampoco existen. Mirar al horizonte como intelectual consagrado cuando le han puesto un libro de Hegel al frente. En el caminar, disimuladamente ir sacudiendo el polvo que quedó impregnado en la ropa y omitir decorosamente si esta quedó raída o rota en el percance. No manifestar sensación alguna de dolor y desparecer como estrella fugaz. Eso hizo el jugador en una de sus peores movidas no voluntarias: La maldita caída callejera.

Una vez ganó la esquina con paso presuroso y sin mueca de dolor, dejó salir un quejido lastimero y vulgar: ¡La madre al ingeniero que contrató al maestro que dejó ese perro desnivel que casi me rompe el tórax! El aire no le dio para más. Mientras se tomaba el pecho como si todo por dentro estuviera amontonado en una masa amorfa producto del golpe, pensaba apretando los dientes contra los dientes y los párpados contra los párpados: “Maldita la máquina que me quitó los últimos mil pesos que me hubieran servido para el bus, maldito yo que las metí, maldita mi madre que me parió… cómo duele carajo… cómo duele…”.

Tres meses habían pasado desde el día en que llegó adolorido a su casa esperando un poco de consuelo. Todo lo que encontró fue una lacónica nota de su esposa que decía: “Me aburrí de ti y de tu falta de responsabilidad. Estoy en la casa de mi mamá. Ya no quiero estar contigo. Lo siento. Adiós.” Cinco años resumidos cuatro frases y una despedida. Después de leer esa nota se dejó caer en una cama que ya era demasiado grande para su soledad y demasiado pequeña para su infortunio. Se durmió como el que no quiere volver a despertar. En la madrugada Morfeo lo echó a patadas, ni el dios del sueño lo quería en sus confines. 2:54 de la madrugada. Vista clavada en el techo, dolor en el pecho por la caída fatal y por el sollozo que salía de las entrañas maltrechas. – ¡Maldita sea! ¿Algún día fui bueno? ¿Algún día fui distinto?- Pregunta macabra que duró hasta las 6:13 de la mañana. Morfeo le volvió a abrazar y no le permitió ir al trabajo. Igual, lo que le esperaba en esa oficina no era más que su carta de despido.

Después de tres meses de haber gastado a cuentagotas una liquidación laboral miserable, en la que le descontaron todos los préstamos bancarios y cooperativos que dan una sensación momentánea de riqueza ridícula pero que sólo incrementan la pobreza perenne, acudido a sus hermanos, a sus padres, a sus amigos y a todo aquel que le mostrara un poco de clemencia y voluntad de auxilio para él poder sobrevivir, de revisar los avisos clasificados para encontrar puesto de trabajo para una profesión que no necesitaba un país lleno de desempleados (era “ólogo”, es decir, sociólogo, antropólogo, politólogo o algo por el estilo. Estas profesiones son la manifestación del delirio humano al que se le quiere dar un pénsum para que los locos no queden en el limbo del mundo técnico – capitalista), y de humillarse una y otra vez ante su esposa (aún esposa en gracia de un falaz papel) para que le perdonara, decidió lo que decide el suicida convencido cuando está al borde del abismo: Dejarse caer al vacío. Ya sabía lo que era caer de su estatura al piso sin que las manos le ayudaran. Su decisión era la de entregarse a su suerte, vagar por las calles buscando sensaciones inocuas, encontrar semejantes para filosofar sobre la vida, la miserable vida y el asqueroso mundo que le rodeaba, vivir por inercia, esa que le llevó al suelo, y esperar el fin de sus días no como una tragedia sino como el fin de muchas que habría de padecer. El tiempo era inevitable y tenía que asumirlo. No tenía los cojones del suicida para la muerte ni su cobardía para la vida. Pero si tenía claro que su rol en el mundo era divagar por ahí esperando un golpe de suerte o un golpe de muerte. Lo que viniera para él estaba bien. No podría estar peor. -¿Cuándo un pajarito se pregunta por qué va a comer? ¿Cuándo se angustia por techo o por trabajo?- Se preguntaba en el afán de justificar su nueva y vencida forma de vida.

Al día siguiente, después de tres meses de total incertidumbre en los que había perdido todo lo que quiso ser algún día, despertó con una sonrisa. Pero no era una sonrisa de satisfacción. Era la sonrisa del loco delirante que en su delirio cree que lo que le sucede es gracioso. Una sonrisa ida. A su alrededor, un cuarto humilde de inquilinato. Ya su esposa no quería saber más de plata para él y no pagaría una factura más del apartamento del que fue desalojado en un día cualquiera de esos tres meses. Ella sólo tenía una inversión relacionada con nuestro jugador en mente. La del abogado que haría los papeles del divorcio. Mientras sonreía pensaba – A partir de hoy seré dueño de mi desgracia, nadie tendrá derecho a criticar mi forma de vida porque haré oídos sordos, ojos ciegos, manos yertas, pies vagantes, pecho frío, cabeza loca… seré lo que la gente piensa de mí, un ser irresponsable y vago, despojo de sociedad, marginado… marginado en mi mundo, seré dueño de mi mundo así sea una porquería, pero será mi tierra, mi planeta, mi sol y mi luna, serán una mierda pero serán míos y sólo míos. Por primera vez me siento dueño de alguna picha cosa en mi vida -.

Después de muchos días de divagar, el hombre del juego había dejado su vida para entregarse a su máxima pasión: El juego. Ya el dinero no le alcanzaba para jugar en el fino casino de luces sicodélicas, ruidos hipnotizantes, meseras excitantes, refrigerio sabroso y clientes solitarios. Algunos bien vestidos y otros mal vestidos. Dependía del tiempo que llevaran entregados al juego. Entre más tiempo llevase el despilfarro, menos cara podría ser la prenda.

Ahora, en su nueva filosofía de vida, jugaba migajas en los juegos callejeros. El pobre cuy corriendo a refugiarse en una bacinilla invertida con un roto que simulaba su madriguera para huirle a sus depredadores sin saber que no lo querían comer sino explotar. Como el proxeneta que no copula a la nueva prostituta pero la vende a gordos asquerosos y pervertidos que hacen con ellas lo que su padre biológico hizo con sus respectivas madres. El pobre cuy no sabe de qué se esconde pero su instinto le hace saber que esos seres bípedos que lo rodean en un espacio duro y hostil, son malos como la serpiente constrictora. El jugador le apuesta su pobreza a la bacinilla No. 4. El grito del “dealer” callejero alienta más apostadores. – Siga, siga mi amigo sin compromiso, sólo mire y decide si le juega, se gana facilito mi compañerito porque el animalito corre a esconderse donde usted diga. Siga, siga mi señor y caballero, que la platica está listita para su bolsillito. El cuy es su amigo señor, el cuy le va a hacer ganar muy -. Después de toda la retahíla paisa, el zooproxeneta suelta a la criatura y esta corre para darle la felicidad a nuestro renovado y degradado jugador. Se refugia en la bacinilla No. 4 y los 500 pesos que apostó se convierten por obra y gracia de un animalillo asustadizo en 5 mil pesos. Sonrisa frenética que poco a poco se transforma en carcajada. Abrazo al bicho roedor y manos al aire victoriosas. La gente lo miraba con tal curiosidad que recuperó momentáneamente la cordura. Sintió un poco de vergüenza, cogió sus 5 mil y se fue a desayunar. Una hora extraña para desayunar. 3 p.m. Pero 500 pesos, que era todo su patrimonio en la mañana, no daban ni para un dulce maluco. Desayunó y almorzó, un brunch gringo a la criolla a las 3 p.m.

La vida del jugador había pasado del incómodo remordimiento que da saber que se ha equivocado el rumbo a la comodidad del cínico para quien el rumbo simplemente no existe. Por eso su sonrisa era una sonrisa delincuencial, esa que despliega el majadero cuando ha logrado su cometido. Qué simple la vida del egoísta, qué sencillo vivir sin metas porque todo es fácil. Como ya nadie esperaba nada de él, se había quitado la cruz de la responsabilidad de encima.

Dejó de añorar las bondades de un amor marchito que jamás recuperaría porque se había ido a buscar refugio a donde su “mamá”. Duro fue cuando esa “mamá” se presentó con un aspecto bastante varonil, barba insípida de tres días, quince centímetros de altura más que él y con un carro decente. En su última cruzada para recuperar el amor de su ex mujer, sacó 10 mil pesos del abusado cuy y la bacinilla No. 4 de otro día convencional de su nueva vida de sibarita. Compró un ramito de flores y se fue tras el amor fugitivo que en cuatro frases y una despedida no dio marcha atrás ni esperanza alguna de volver a formar un hogar. Y no se volvería a formar igual, porque en realidad, nunca existió. Llegó a la casa de quien él aún consideraba su suegra. No quiso tocar porque le daba pena llamar a la puerta de un sitio al que nunca asistió para pedir la mano de quien sería su esposa. La raptó como el malhechor cuando ella apenas cumplía la mayoría de edad. La enamoró, le prometió el paraíso y se la llevó para eso. Nunca dio cara para explicar a una madre confundida y ya abandonada por un irresponsable marido que le dejó sola y con dos hijos, entre ellos, la hija raptada. No podría ser tan descarado de llegar a preguntar por alguien que volvió a un hogar destrozado por él cuando se la llevó sin bendición ni permiso y que no pudo hacer feliz por cuenta de su falta de horizonte. Igual, era un niño consentido y caprichoso que podía hacer con su vida lo que quería. Pero no tenía derecho a llevarse la vida de una niña de 18 años para que a los 23, después de cinco banales años, ella tuviese que empezar de nuevo con el estigma de la vagabunda que dejó su casa materna para irse detrás de un desgraciado.

Sentado en el andén de enfrente, esperando a que su “suegra” no le viera para evitar todo el sermón que llevaba preparando en los últimos cinco años y con la esperanza de ver en su esposa, aún su esposa porque se casaron poco días después del rapto ante un cura necesitado que no pedía mayores requisitos para la boda, una mirada de desconsuelo que le indicara por lo menos una sutil señal de que aún lo extrañaba. Su mirada estaba fija en la ventana de la que sería la habitación de su amada (aún la amaba profundamente a pesar de que nunca se lo demostró y sólo se lo dijo un par de veces estando ebrio) como lo había estado tres meses y unos días atrás en el tablero de la máquina electrónica de póker que habría de cambiar su futuro, ese que nunca tuvo bajo su dominio, para siempre.

El ocaso invadía el cielo. Cada movimiento de la cortina cerrada, cada vez que se prendía la luz, cada vez que las siluetas pasaban y desvanecían como fantasmas en la distancia, las pulsaciones del jugador perdedor en el amor se aceleraban. Esperaba con tonta ilusión que una mirada furtiva, movida por la intuición de un corazón expectante llenara sus pupilas con una ráfaga de emoción. La noche avanzaba. El frío empezaba a buscar espacio entre los huesos y los músculos generando un dolor que jamás igualaría al que ya se empezaba a sentir en las entrañas. Don juego se abrazaba a sí mismo no sólo para mitigar el frío polar sino para no sentirse tan sólo y abatido. Imaginaba que sus brazos eran los delgaditos y suaves bracitos de su esposa. Aún su esposa por cuenta de un mentiroso papel que suponía una unión que desfallecía. La esperanza es lo último que se pierde… y la de don juego ya estaba en cuidados intensivos. Creía que ella aguardaba en el interior de la morada materna como aquellos prófugos que han sido recapturados y cuentan con vigilancia especial.

10:37 de la noche. Un carro modelo 2000 de una marca masiva en las calles de la capital se estacionó al frente de la casa de la amada de don juego. Él mira con curiosidad, pensando que es un simple conductor perdido buscando una dirección. Apaga las luces y el motor. Un perdido terco. Un vistazo más detallado y no era un perdido. Eran dos, un hombre y una mujer. Uno miraba direcciones a la izquierda, la otra, a su derecha. En el cruce de miradas se tranzan en un beso sutil, amistoso. Mirada agresiva de los perdidos seguida de beso salvaje. Esos besos en los que las manos jalan las camisas y funden un cuerpo contra el otro y las caras son una mezcla indefinida de gestos en los que se pierden las comisuras de los labios. La transformación del rostro como producto de la excitación de los perdidos de pasión, hicieron que el perdedor no pudiera ubicar nombres y rostros. Eran dos desconocidos disfrutando de un idilio que él ya no comprendía. Después de dos minutos de un intercambio prolongado de saliva, roces copulantes de papilas y robo mutuo de labios y dientes, una mirada pícara y una sonrisa de la mujer devolvieron los contornos a la cara ruborizada de ella. Dos minutos que alcanzaron a empañar un poco los vidrios pero aún dejaban ver al interior del carro. Él, don juego, estaba cerca, demasiado cerca para ver algo que seguro no quería ver nunca en su cochina vida. Era ella. Aún su esposa por cuenta de un papel fatuo que no significaba ya nada. Podría ser un papel higiénico. Hubiese sido sin duda más útil que el que aún daba vigencia a un matrimonio muerto. El ramito de flores que había descansado en el regazo de un friolento perdedor mientras permaneció sentado en el andén por más de cuatro horas rodó por cuenta de un brinco espasmódico al suelo, al asfalto, ese mismo que pisaban las ruedas del vehiculo en donde su mujer entregaba su pasión a otro. Como el hombre en batalla medieval que veía una flecha cruzar su pecho su primera reacción fue de incredulidad.

Trató de negarse a sí mismo que la persona que estaba viendo era la misma que le había dejado una nota, que había compartido cinco años y medio de su vida de los cuales cinco casi enteros fueron de convivencia, esa misma a quien había sacado de su casa como una niña de 18 años y que ya tenía 23. Había cambiado su aspecto, corte radical de cabello, ropa ajustada y maquillaje notorio. Como un autómata caminó hacia el carro, se acercó a la puerta del pasajero, en este caso, la pasajera… pasajera en su vida. Ella viró su cabeza con temor porque pensó que podría ser un malandro al acecho. El temor se convirtió en asombro y el asombro en histeria cuando vio que era su esposo, sí, aún su esposo por culpa de un abogado ineficiente. Él no mostró rasgo alguno de pendenciero. Su mirada aún era la de un niño perdido en un terminal. Ella abría sus ojos hasta el límite de sus órbitas y él abría su boca hasta el límite de su dolor.

Ella se quedó sentada, petrificada. Don juego se paró al lado de la puerta como el mendigo de semáforo quien ve como le van a dar una monedita. Las miradas se mantuvieron amarradas por segundos eternos, segundos de cámara lenta en muerte de protagonista de película gringa. Con pasmosa lentitud ella abrió la puerta. Con pasmosa calma, él aguardó a que ella se bajara. El nuevo amor al volante no existía por un momento, era espectador de una película que hasta ese momento no entendía. – ¿Usted que hace acá? – preguntó la infiel, infiel para el cura hambriento que nunca se preguntó si Dios estaba viendo a su parroquia en el momento en el que los declaró marido y mujer. – Yo… yo te traía unas flores… – decía el jugador vaciado de corazón mirando hacia el piso para ver en dónde había caído el miserable ramito. Lo ubicó a unos pasos y lo recogió para que su esposa, aún su esposa, viera que no estaba, como siempre, diciendo mentiras. – Estoy ocupada – replicó ella sin ninguna muestra de clemencia, piedad o conmiseración. Más bien con tono arrogante y despreciativo, como quien después de esculcar en el cenicero se da cuenta de que no hay monedas para el limosnero. – Si, ya me di cuenta… – remató don juego mientras se agachaba para ver la cara que acababa de mover los labios que chuparon a su mujer. El amante del volante, una vez se vio involucrado, aprovechó para desplegar sus dotes de macho territorial. Se bajó del carro con aire de león desafiado, le habló a ella con tono de rugido y preguntó con gestos impulsivos propios de un idiota – ¿Quién es este idiota? – Ella con obviedad falaz respondió – Mi ex esposo -. El idiota del volante dijo con viraje de cabellera de propaganda de shampoo: – ¿Ese bobo es tu ex esposo? – El jugador estaba tan concentrado en los gestos de su esposa, que la voz del león macho joven y vigoroso eran maullidos de gatito callejero. Después de la pregunta idiota del idiota el silencio abrumó la noche. Sólo los ruidos de la ciudad rompían el eco de la nada. Ella, caminó a la puerta de su casa, el jugador, le siguió con la mirada, el idiota del volante le siguió a ella con el cuerpo y a él con la mirada, desafiante, más idiota, con un aspecto bastante varonil, barba insípida de tres días, quince centímetros de altura más que él y con un carro decente.

Parado allí, como estatua callejera, veía como el ramito se marchitaba ahí mismo, en sus manos, junto con su corazón.

Para dar tiro de gracia entre ceja y ceja la suegra, aún la suegra, abrió la puerta movida por el tono altanero del amante del volante. Don juego la miró con vergüenza esperando la estocada final en el lomo de un moribundo corazón. – ¿Cómo está mijo? Qué milagro verlo por acá – Qué desconcertante bienvenida. Mientras esperaba una retahíla acumulada de más de cinco años sólo recibió un saludo amable. Además, la suegra, aún la suegra, le miraba con lástima infinita, con la lástima que inspira el niño del África cuya piel es sólo un forro oscuro de los huesos. Ella, la esposa, entró con paso presuroso casi arrollando a su madre, es decir, a la suegra de don juego. El amante del volante saludó cortésmente con una ironía sádica – Hola suegrita, ¡mua! – miró al perdedor con una sonrisa socarrona y volvió a virar con su cabellera de gay al aire, como melena de león victorioso, imponente. Finalmente, entró detrás de su novia, ahora, su novia.

Él, el perdedor, miraba todo sin musitar palabra, sin expresar nada con gestos o acciones. Su mirada y el rictus de su cara lo decían todo. Mirada en el vacío, ese mismo que ahora ocupaba el espacio de su corazón. El dolor del golpe en el pecho con la caída era una picadura de mosquito comparada con un disparo de mortero que atraviesa a un pobre soldadito. Se percibía con claridad: Quijada descolgada buscando el suelo y sostenida sólo por la piel de los cachetes. Nariz esponjada para permitir que el aire que se escapaba del pecho entrara de alguna manera para no dejarlo morir, por puro instinto, porque él si se quería morir. Los párpados inclementes no se unían para cerrar este macabro cuadro, por el contrario, morbosos se resistían a dejar perder detalle de esta tortura. La lengua más conmovida se quedaba escondida detrás de los dientes mientras se secaba la saliva al aire de la boca abierta. Ya había puesto todos sus sentidos a servicio del inmenso dolor, del invasivo sufrimiento. Vio a su mujer con otro, olió su perfume barato de actitudes baratas, degustó el sabor amargo de la pérdida del ser amado que se fue por descuido, oyó palabras cortas pero contundentes que le aclararon que él había dejado de existir hace mucho tiempo y palpó como el ramito abandonó la última falange de los dedos de su mano izquierda para caer al vacío… ese mismo que ocupaba el espacio de su corazón.

La suegra se quedó un rato acompañando en silencio la desdicha de don juego. Ahí, parada en la puerta, sin decir nada. Don juego por fin movió los labios para algo distinto que morderlos. – Mi doña, perdóneme por todo lo que le hice a usted y a su familia, de verdad, fui un canalla, perdóneme…- – Tranquilo mijo – respondió – la vida ya le está haciendo pagar eso, mírese no más, que lo perdone el que sabe perdonar, Dios, yo sólo le digo que todo se paga acá, de contadito, y usted ya lo está pagando mijito… váyase mejor que acá no va a encontrar nada, nada bueno, váyase tranquilo con Dios y que él lo consuele porque acá no va a ser… Adiós mijo, suerte… – entró a la casa y cerró la puerta. Él se quedó mirando como si la puerta cerrada no existiera para adentro. Se acercó a la ventana de la infiel y gritó con ira contenida que explota como bomba guerrillera de emboscada cobarde. – ¿Por qué nunca me dijo nada guaricha? ¿Por qué se fue sin sí quiera decírmelo a mí? ¿Qué cree? ¿Qué con una nota va a arreglar este destrozo que dejó acá adentro? ¡Hable perra! ¡Hable! – Ella, la esposa, brincó a la ventana y con el mismo tono de grito refutó – Yo si lo llamé idiota, pero usted ese día no contestó el celular, hasta me lo apagó, y cuando lo llamé a su oficina me dijeron que estaba reunido con el jefe… ¡ábrase de acá, lárguese maldito irresponsable mujeriego y jugador, lárguese ya!- puntualizó. Dejó escapar un quejido lastimero y un llanto mudo. Mientras tanto, en la puerta se oía también a gritos, una discusión. – Doña, ¡déjeme salir que yo mato a ese desgraciado! – rugía el rey león más parecido a Skar que a Mufasa. – ¡Acá se queda usted y no me arme más escándalo que esa es una pelea de marido y mujer, acá el aparecido es usted idiota! – Por fin alguien sensato le había dicho en la carota lo que era.

A medida que las voces subían el tono, las luces del vecindario se iban encendiendo en los lugares en los que había ventana como buen barrio popular. A los vecinos no les gusta perderse el escándalo de los otros vecinos para redimir afuera de sus casas lo que pasa adentro.

Una semana y media sin que la piel del rostro tocase una cuchilla de afeitar. Una semana y media en la que Morfeo cogía a patadas a nuestro perdedor entre las 2:54 y las 2:58 a.m. Mirada al techo de la habitación de inquilinato. Preguntas mortales – ¿Algún día fui bueno? ¿Algún día fui distinto? –

Desde que descubrió a la infiel no había podido dormir en paz. Como buen masoquista culpable, se imaginaba los cuadros más sórdidos que su amada debía haber estado viviendo. Además, la hora ayudaba. Es la noche la cómplice silente de los amantes furtivos y la matriz de los pensamientos más dolorosos cuando uno ha perdido un amor que está en los brazos de otro. Las imágenes vienen y van en ráfaga cruel. Los gestos de excitación de la amada se repasan en múltiples movimientos y posiciones y el rostro del majadero aparece plagado de placer en donde antes estuvo uno. Eso duele. ¿O no? Ego o amor. Esa es la cuestión. En el caso del perdedor, ahora en el amor, era difícil descifrarlo. Su dolor variaba entre el recuerdo y el anhelo. Sin embargo, los recuerdos eran pobres y los anhelos, ya inútiles, eran ricos, muy ricos. Se imaginaba lo feliz que pudo haber sido al lado de una mujer que parecía buena, de la que nunca tuvo queja hasta ahora y que siempre fue paciente. Esculcando en la rutina de lo que fue su vida de pareja, eran escasos los momentos de plenitud conyugal. Recordaba con nitidez la sensación de alegría cuando la vio salir de su casa con un par de maletas, símbolo inequívoco de que había aceptado su loca propuesta de fugarse con él. También recordó que esa noche había sido la más caótica de su existencia. Era la primera vez que amanecía al lado de una mujer sin que hubiese fines puramente sexuales en la cama. El espacio era reducido. Cama sencilla para soltero que duerme poco. Ahí se acomodaron en esa primera noche. Mientras la pasión los abrumó, las tablas de 120 centímetros fueron más que suficientes para tanta peripecia. Una vez la respiración tomó su ritmo normal y el sueño invadió la libido el colchón se volvió insoportablemente estrecho. Ese cuerpecito esbelto que había poseído pocas veces y que le hacía delirar hasta la locura, por primera vez era un estorbo. Ese olor a perfume de rosas con el transcurrir de los minutos nocturnos se convertía en un humor rancio como leche cortada. Su ternura somnolienta a veces alternaba con un molesto ronquido provocado por la boca entreabierta que dejaba escapar un vaho maluco que enrarecía el ambiente. Todo esto, más el insomnio que le generaba estar al lado de semejante cosa, le hicieron descubrir que el amor era mucho más que lo que se debe soportar unas horitas a la semana de las cuales sustanciales minutos se van en insinuaciones, preámbulos y sexo, además del esparcimiento de un cine, una fiesta o tantas cosas que hacen del noviazgo algo tan bonito. Descubrió también con sarcástica sorpresa que el matrimonio no se vive con la novia. Se vive con la esposa. Eso altera radicalmente la concepción del amor entre uno y otro estado. Además, el hecho de tener que abstenerse de tanta porquería que se hace en la intimidad de la noche y el día solitarios, confronta el placer animal de lo que no importa en nuestra función instintiva con el decoro y respeto aparentes que se van con los días y la sabida “confianza” que no es más que aceptarse mutuamente, hombre y mujer, como lo que somos: Animales.

Como la cobra al ataque, él primero desplegó todo su encanto hasta dejar hipnotizada a su víctima, se le lanzó, le aplicó su veneno, logró que ella hiciera todo lo que quería, hasta abandonar a su mamá, ya abandonada una vez, y la metió en su madriguera. Cuando notó que la madriguera era estrecha y que no podía engullir a su víctima, los sentimientos se alteraron radicalmente. Las cualidades se tornaron en defectos de una manera súbita. La suavidad de la ternura se convirtió en empalagosa melosería, el silencio inteligente de las conversaciones se convirtió en “no te entiendo, luego, no tengo nada que decir” lo que presupone que no era tan inteligente como se pensaba, la sinceridad y franqueza que tanto le hicieron reflexionar en el noviazgo se volvieron un vulgar ataque de palabras soeces y la pasión desenfrenada se convirtió en una inoportuna interrupción del emocionante partido de fútbol que está por terminarse. Confirmado. No se vive el matrimonio con la novia. Es con la esposa, sí, con la esposa.

Con esta desencantada visión del amor, los amaneceres dejaron de ser ese idilio que construye proyectos en función de pareja y pasaron a ser un trámite de encuentros y desencuentros para que cada cual hiciera su vida. Él, don juego, lo tenía claro. Iría a trabajar y después buscaría una disculpa cualquiera, mentira obviamente, para llegar tarde a su casa. En cambio, se refugiaría en maquinitas sicodélicas para matar el tiempo y buscar el dinero que consideraba se debía ganar porque el trabajo no le hacía justicia a su inmensa capacidad, y después de que ganaba, las pocas veces que ganaba, buscaba un amigo para celebrar al son de los tragos o en su defecto, se dejaba caer en los brazos de una prostituta para que le hiciera sentir que aún era apuesto, joven, vigoroso, todo un “catre”, sensaciones que ya no recibía de su esposa cada vez más parca en la cama, en la casa, en la vida. Cuando perdía, casi siempre, regresaba de mal genio esperando a que la comida estuviera fría para tener una razón de pelea y desahogo. Si la comida estaba caliente, esperaba a que por lo menos su mujer estuviera fría para tener otra razón de pelea y desahogo. Si las dos estaban calientes, él se hacía el frío, o mejor, llevaba el frío de la ciudad a la casa, el frío de la máquina que le quitaba los mil pesos del bus y lo obligaba a caminar muchas cuadras por una fría ciudad más cerca de las estrellas hasta su casa que cada vez era más ladrillo y menos hogar. De los cinco aniversarios que cumplieron, sólo celebraron los tres primeros. En el primero, hubo una decorosa invitación a cenar, en el segundo, don juego preparó la cena en la casa, en el tercero llegó tarde con una botella de vino que ya iba por la mitad y dos copas sucias. En el cuarto, la memoria no daba para recordar un año más de una vida yerta de un matrimonio agonizante. El quinto fue evitar el reproche de las dos últimas pésimas celebraciones por lo cual fue mejor utilizar la estrategia del cobarde: la huída. Igual, era preludio del final más que lógico.

2:57 de la madrugada. Mirada clavada en un techo opacado por el percudido. Dolor en el pecho, no por una caída antigua contra el piso sino por una caída al vacío de corazón ausente, en huída. Lágrimas mezcladas con mocos en una almohada que remplaza ese hombro consolador que nunca llegó y mil reproches contra la desdibujada foto de billetera de esa mujer que transformó los contornos de su cara contra otros contornos varoniles que no eran de él marcando el fin con letra de estilo indeleble. Adiós a la mujer paciente, adiós a la sacrificada niña de colegio que entregó sus mejores años a don juego, adiós a la esposa por un papel falaz y un cura hambriento, adiós a cinco años de un idilio que marchitó sin florecer, adiós a la última ancla a la sensatez y al deseo de ser bueno, de ser mejor. Adiós a la infiel.

11:07 de la mañana. Despertar de una noche fatal. Despertar en un engrudo sólido de lágrimas y mocos. Mirada al techo, apretar de dientes, respiro profundo y grito bostezado: – Me importa un pepino todo. Me importa un pepino si es lunes, martes sábado o domingo. Todos estos infames días son iguales. Sin trabajo, sin mujer, sin casa ni hogar, sin sueños y sin ilusiones no sólo me importa un carajo que día es, me importa un carajo si es de día o es de noche.- Había perdido con el adiós de su esposa, ahora su ex mujer, el último impulso magnético de su brújula vital. Ahora esa brújula no apuntaba, no servía, no existía.

– Tengo hambre, voy a comer cuy… jejejejejejeje – le decía a un espejo viejo y quebrado en los bordes con esos ojos de sicótico que había adquirido junto con su cínica actitud. Se bañó la cara con agua de balde, se vistió con la misma ropa ya raída del día anterior, cogió los mismos quinientos pesitos que usualmente dormían al lado de él y se fue para la plaza de juegos callejeros. Pensó que a partir de ese momento, y en función de un viejo adagio popular que rezaba “de malas en el amor, de buenas en el juego” su suerte lo haría invencible, rico, feliz, ja. Decidió cambiar para el miserable roedor la madriguera premonitoria número 4 a la número 1. Apostó sus quinientos y el ratón gigante se metió a su habitual bacinilla No. 4. – ¡De malas en el amor, de malas en el juego, de malas puto cuy porque hasta hoy te llegó el sufrimiento! – Con ira contenida de años de fracasos, un ataque de locura momentáneo y la fuerza de su pierna izquierda, la que mejor dominaba, y con la maestría que le había dado ser arquero de fútbol de la selección de su colegio y de su centro universitario, hizo un despeje frenético de arco con la bacinilla No. 4 que tenía el cuy en su interior. No dejó pasar una milésima de segundo que le permitiera una reflexión salvadora que detuviera su pie en camino. No hubo un respiro de calma o agite que permitiera que alguien más se lo impidiese. No había terminado de entrar el pobre roedor a la madriguera artificial No. 4 cuando don juego ya alistaba el despeje de minuto noventa con 1 – 0 abajo en el marcador de una final. Golpe certero e iracundo a la bacinilla de unos zapatos gastados desde la suela hasta el empeine. Negros de almacén, arena oscura de uso. El plástico voló por los aires y el público seguía con la mirada el trayecto desde el suelo hasta los tres metros de elevación que alcanzó el cacharro y los cinco de distancia. Pocos fueron los que vieron de inmediato que el pobre animal salió como tiro rastrero de Ronaldinho en penalti a una esquina del cuadro que la misma gente había formado para ver el espectáculo. Movimientos espasmódicos de las patas del animalucho indicaban que difícilmente volvería a correr a esconderse. Difícilmente volvería a respirar. Sus ojos se cerraban lentamente y un hilito de sangre corría por su nariz. Cada vez dejaba más expuestos al aire sus enormes dientes delanteros como en un gesto sonriente de quien se va a mejor lugar. No emitía sonidos quejosos, sólo se escuchaba un esfuerzo inútil del cuy por mantener sus últimas respiraciones. Finalmente, quedó inmóvil, rígido, muerto.

– ¡Criminal! ¡Asesino! ¡Loco! ¡Lo mató al bichito, lo mató! – gritó una señora mientras dejaba caer un termo con tinto y unos vasitos desechables por cogerse la cabeza con las dos manos. La gente siguió en coro desordenado estas palabras. Don juego, presa del miedo que poco a poco se convertía en pánico, decidió lo que decide el cobarde después de una fechoría. Correr. La multitud, que era pobre en número a la hora del show zooproxeneta, se incrementó en proporción cúbica a medida que los gritos se iban proliferando. El tumulto no daba espacio a la huída. Caras sentenciosas condenaban al matón y le retaban con la mirada. Faltaba la reacción del principal doliente: El paisa dueño del prostituto cuy.

En el país de don juego, su esposa infiel, el idiota de su nuevo novio, el cura necesitado, y todos los habitantes de la fría ciudad más cerca de las estrellas incluido el doliente del finadito cuy, la justicia ha sido un acto de Dios. La de los humanos, vulnerables seres dispuestos a venderse por unas migajas para torcerle en cuello a la “voluntad popular” llamada “Ley” funciona al deseo del mejor postor. Cuando no hay postores, la desidia institucional invade expedientes que duermen el sueño de los justos y de los injustos. Existe toda una rama judicial que se encarga de administrar la justicia aristotélica. La distributiva, dar a cada cual lo que se merece y la conmutativa, reponer el derecho que ha sido injustamente perdido. El problema es que no es el clásico estagirita presidente de alguna alta corte o viceministro de justicia. Es un recuerdo lejano en las facultades universitarias de un país que mercadea una profesión como el “derecho” de la misma manera como se vende fritanga. Cualquier garaje con pupitres la primera facultad que abre es la de “derecho”. “Uno se descuida y lo gradúan” decía el maestro Eduardo Álvarez Correa quien murió sentado en su oficina de Docente buscando la fórmula que cambiara un agonizante sistema judicial. Un país tiene tantos problemas como abogados por un silogismo simple: El abogado vive de los problemas, si no hay problemas, el abogado no tiene trabajo, luego, el abogado crea problemas para poder sobrevivir. Entonces, en el país de don juego la justicia distributiva es dar a cada abogado su “cuota litis” o porcentaje de desgracia, porque en el mundo del “derecho” cuando alguien ha ganado, es porque otro ha perdido, y los indefectibles siempre ganadores entre uno y otro, son los abogados, sí, los de ambas partes. Y la justicia conmutativa, es pagarle al abogado el derecho adquirido por ser intérprete de una ley que nadie entiende porque se escribió para una elite llamada “abogados”. Los abogados son dueños de un idioma propio e incomprensible llamado “derecho”, que mezcla una jerga de artículos, estatutos, leyes, decretos, normas y demás, que sólo ellos dominan. El ignorante del “derecho” busca al intérprete. El intérprete cobra por su traducción y su gestión independientemente del resultado. El resultado no importa. El “derecho” es para los abogados, no para la justicia. Y entre más se complica el asunto, mejor… para los abogados, no para la justicia. En el país de don juego hay más de 200 mil abogados y la justicia no existe. No la de los humanos, sí la del “derecho” de los abogados. Sólo existe la justicia Divina, esa que nunca falla, esa que la suegra de don juego llamó “Dios”, con un remate lapidario “yo sólo le digo que todo se paga acá, de contadito, y usted ya lo está pagando mijito…” esa es la justicia del pueblo de don juego, el cura y el abogado. ¡Folclor latino carajo! ¿Y el “derecho”? Es torcido, muy torcido. Parafraseando a Juan Jacobo Rosseau: “El abogado nace bueno y el derecho lo corrompe”.

Uno de esos ejemplares del folclor latino llamado abogado, fue el que buscó la esposa de don juego para separar algo que Dios unió, aclarando que no se sabe muy bien si el cura que le representaba era digno de la intermediación entre Él y los humanos que comulgaron en santo matrimonio. “Lo que mal empieza mal termina” decía una abuela con un altzhaimer avanzado porque esta premisa nunca se olvida. Y el matrimonio, ese que el abogado iba a cortar frente a la ley, y que el cura había perpetuado “hasta que la muerte los separe” por un pequeño soborno “caritativo” empezó mal, luego, el final no podría ser mejor. Lo consiguió caminando de la mano de su nuevo novio, que no era tan nuevo porque ya le había dado besitos antes de dejar a su marido, en una placa de puerta en una zona central de la capital. Doctor fulanito: Abogado. Esa es otra particularidad de los abogados. Se hacen llamar “doctores”. Casi ninguno se ha doctorado, son meros licenciados como todos los profesionales y tampoco son médicos, auténticos doctores. Aunque son expertos en extirpar las entrañas a la hora de pasar la cuenta. Seguido de este rimbombante anuncio, viene la parte pragmática. Algunos ponen su especialidad: “penalista”, “civilista”, “laboralista”, en fin, todas las ramas de este árbol torcido. Sin embargo, a la hora de proceder, el penalista puede ser todo lo demás y los demás pueden ser hasta penalistas, lo importante es el caso y el cliente. La expertiz se puede modificar a gusto del consumidor. Luego, como payaso de restaurante, se anuncia el menú: Se resuelven litigios laborales, separaciones, divorcios, querellas, cauciones… sólo les falta deshacer el maleficio llanero y ligar al ser amado. Se abstienen de promocionar estos servicios porque los timadores, por ética profesional, no se deben pisar las mangueras. La esposa entró como esposa pensando que este señor sin mucho lío la iba a volver ex esposa. Frente al Estado, porque frente a Dios, según la Iglesia Caótica, no hay solución sino la muerte o ser Julio Cesar Turbay Ayala, que es peor que lo primero. En realidad, ella tenía razón porque la pareja no tenía hijos ni bienes, lo cual hacía de esta disolución un asunto notarial sin mayor trámite. Sin embargo, dada la capacidad que tienen los mercaderes del “derecho” para enredar las cosas, el timador se inventó que no existía acuerdo entre las partes y que el demandado, en este caso don juego, no quería acceder al divorcio, lo cual era absolutamente falaz, porque don juego ya sabía que lo menos que podía hacer después de todo, era dejar a su esposa libre, es decir, sin esposas. Con toda una tramoya inventada se logró ingeniar un pleito ficticio del cual sacó jugosa tajada hasta que un juez después de mucho tiempo, más del que abarca esta historia, definió que el matrimonio civil ya no existía y se disolvía la sociedad conyugal. El abogado siempre les hizo firmar papeles en blanco con una sonrisa amplia y un don de gentes digno de presentador de programa matutino que llenaba de confianza a sus ingenuos clientes, como cuando vemos la sonrisa amplia y fraterna del vendedor de San Andresito que nos está metiendo un cacharro dañado y sin garantía. Una sociedad conyugal que no tenía bienes sino males y que no engendró hijos más allá de la imaginación infame de don juego para faltar al trabajo, en el momento en que lo tenía, cuando se inventó el aborto de un cigoto que nunca se engendró. La ignorante de las leyes, ella, la esposa, asumió el pleito con tal ferocidad que nunca más le volvió a hablar al perdedor, lo odió con odio jarocho por la eternidad y nunca se enteró de que él jamás opuso resistencia a lo inevitable. El adiós a la infiel, adiós para siempre. “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” y “que el abogado no coma de la ignorancia ajena”. Amén. Por lo tanto, dada la ineficacia de un sistema diseñado por y para humanos vulnerables y volubles, la justicia no se espera con paciencia, se toma por la razón o la fuerza o por el instinto y el impulso. Así se administró justicia por el zoocidio del cuy.

El dueño del juego del cuy, el paisa zooproxeneta, vio impávido como de un patadón se le cerraba el negocito hasta que pudiera tumbar a otro pastuso que le regalara el roedor a cambio de sus dotes extrasensoriales para predecir el futuro. “Mire pastusito, en su mano puedo leer que va a hacer un mal negocio, va a perder mucha plata con alguien cercano a usted… tenga cuidado”. Qué dominio del futuro, qué premonición tan certera. No había posibilidades de fallar. El paisa era ese “alguien cercano a usted”. En el país de don juego y el paisa, la justicia no era algo que se pudiera aguardar para resolver el litigio callejero. La justicia divina, por su parte, era impredecible en el inconciente colectivo y no había paciencia para esperarla. Lo predecible era que el doliente iba a hacer justicia por mano propia. Esa es la justicia nacional, la que ha marcado la historia de la Patria desde hace más de 500 años cuando llegó el encopetado conquistador que en el otro lado del charco era un ruin delincuente. Y lo predecible sucedió. El doliente principal, no por aquello del afecto sino del interés, (hasta en las mejores familias pasa), corrió desesperado para ver si había posibilidades de sobre vivencia para la fuente de ingresos. Lo levantó y los movimientos espasmódicos de las patitas ya habían cesado. El animal estaba ya desgonzado, inerte, parecía un acordeón abandonado sin seguros. Ya no había nada que hacer más que asarlo. Cosa que el doliente hizo esa misma noche, por supuesto.

De una vieja y sucia mochila que reposaba contra un muro, el paisa sacó media botella de aguardiente que ya iba por el cuarto o quinto trago. Eso explicaba por qué él se metía tanto detrás de ese murito y por qué volvía cada vez más eufórico a promocionar su concurso con palabras más entusiastas e incoherentes. El tufo lo disimulaba con unas pepitas de cardamomo que lejos de hacer más agradable su aliento, lo volvía una mezcla agridulce de anís, cardamomo y masa vieja y rancia de tamal por lo cual nadie le miraba a los ojos en las conversaciones y súbitamente el smock del centro se convertía en una disculpa de sus interlocutores para tapar la nariz con lo que fuera, desde la mano limpia hasta sofisticadas bufandas. Él decía que su mirada era tan penetrante que nadie podía resistirla. Lo irresistible era ese soplido de infierno azufrado. Tomó un trago tan profundo que no dejó nada en el interior de la botella. Su mirada se transformó en la del agradable paisa dicharachero al tenebroso paisa criminal, sicario. Sus ojos reflejaban cuarenta y tantos años de odios contenidos, su cabello dejó de ser ese organizado peinado pegado a la cabeza con gomina barata de lechuga y dejó ver una pronunciada alopecia que cubría de izquierda a derecha con mechones meticulosamente ubicados. Con la manga izquierda de su camisa raída limpió de sus labios, de su barbilla y su cuello el trago que no alcanzó a entrar a su organismo. Con su mano derecha sostuvo con fuerza la botellita, la alzó y la rompió contra el muro quedando sólo con el pico en las manos.

Entre tanto, don juego no había podido superar el muro armado por la multitud que servía de calabozo vivo del asesino. El paisa dejó escapar un grito incomprensible entre sus dientes que exponía con ferocidad canina y remataba cada frase siempre con la palabra “puta”. Se lanzó tras don juego quien no quiso mirar para atrás como previendo que ya se le venía esa fiera salvaje. Cuando sintió cerca ese aliento a aguardiente se agachó y cogió su cabeza con las dos manos para evitar que lo golpeara en su centro de control. Como el mejor matador, el paisa identificó el lomo de don juego y saltó para darle más contundencia a su arma corto punzante llamada “pico de botella”. Asestó un primer chuzón en la espalda. Los gritos de la multitud, masa amorfa de cuerpos y siluetas que no piensan, pasaron de “¡Criminal! ¡Asesino! ¡Loco!” A “ ¡Pobrecito, lo van a matar, alguien que pare a ese demente! La multitud siempre está del lado del más débil pero nunca hace nada para protegerlo más allá de gritar como vieja histérica que lejos de resolver los problemas los agrava.

Después de la primera herida, don juego trató de protegerse con mayor resistencia por instinto de supervivencia. Viró su cuerpo y quedó de frente al vengador quien ya venía en barrena con el pico de la botella directo a su cara. Alcanzó a poner su brazo derecho y el filo atravesó la camisa, la piel, la carne y paró contra el hueso. El dolor no existía, eran inyecciones de vacuna porque la adrenalina nublaba los sentidos. Don juego se fue al piso y el paisa, que estaba borracho y loco, lo cogió a puntapiés en la cabeza protegida por un brazo herido mientras alistaba otro lance corto punzante. Don juego desde el piso veía al sol como esa luz al final del túnel que tanto agonizante redimido ha visto. La luz del sol, al lado de la silueta criminal del vengador, fue cortada por una aparición angelical. Ángeles verdes, sin alas y con bolillo. Acción policial que nunca es preventiva sino proactiva. Usualmente los señores policías llegan a los sitios en donde se requieren sus servicios a recoger muertos y heridos. Afortunadamente, para la racha de mala suerte que llevaba nuestro permanente perdedor, ganó esta en el último segundo, como los buenos partidos de fútbol. Dos policías de verdad y cuatro bachilleres que sirven para cuidar postes y ándenes y adornar las calles, se abalanzaron encima del iracundo agresor cuando se aprestaba a dar su estocada final. La sangre de las heridas se confundía con una incipiente lluviecita que empezaba a caer a las 3:31 p.m., hora que quedó consignada en la minuta de la estación de policía que atendió un incidente de “dos sujetos tranzados en una pelea callejera al parecer porque uno de ellos, la víctima, había matado a un animal propiedad del agresor”. Don juego perdió el sentido porque la sangre evadida de su organismo mezclada con gotitas de lluvia se evaporó con sus alientos de seguir consciente en este mundo.

8:02 p.m. Despertar doloroso. Las heridas dejaron de ser anestesiadas por una emisión exagerada de adrenalina y empezaron a generar el dolor propio de la carne viva que deja los nervios a su suerte para que el ambiente, siempre hostil, los torture inclementemente ante la mirada insensible de médicos y enfermeras que mercadean el sufrimiento humano como si no fueran humanos. – ¿En dónde está la sangre que pedí para el de la camilla que está al lado del muerto? – vociferaba un enfermero que parecía el tendero de una carnicería no sólo por la sangre que manchaba su uniforme sino por la crudeza con la que hablaba de los pacientes… o los impacientes que se fueron cansados de esperar atención, al otro mundo. Don juego trataba de gritar pero sentía que su grito sería uno más entre otros que se haría inaudible, por lo cual, involuntariamente, se quejaba y se quejaba como el perrito que acaba de ser atropellado. No podía acomodarse para mitigar un poco el escozor que sentía porque cuando se ubicaba boca arriba la herida en la espalda lo hacía desvanecer y cuando trataba de voltearse la herida en el brazo lo obligaba a desistir. Sólo podía acomodarse de dos maneras. Recostado sobre su brazo izquierdo o boca abajo girando sólo sobre ese brazo. Debía tener cuidado con no soltar la aguja que entraba a su organismo y que permitía que la vida volviera a él en forma de sangre. Su camilla estaba en la mitad de un pasillo con muchas otras que cargaban enfermos, heridos y hasta sicóticos controlados con tensas cuerdas. Ah, y un muerto justo al lado de él a quien podía ver en su incómoda posición. Sabía que estaba en el más allá porque la sábana ensangrentada le cubría también el rostro.

Allí mismo, en medio del pasillo y cubierto por una cortina improvisada que sostenía una enfermera, el médico desinfectó las heridas y cogió puntos. No había tiempo ni recursos para anestesiar. Sólo un trapo entre sus dientes, como en el medioevo, le sirvieron para soportar tanto padecimiento. Por fortuna la cortada de la espalda no había llegado a ningún órgano vital y se suturó sin mayor inconveniente. Después de la segunda bolsa de O positivo, la más común para su suerte, le cambiaron la sangre por suero. El hambre era insoportable. Había pasado todo el día en ayunas por cuenta de un cuy que pagó con creces esta descortesía y en el hospital no le habían brindado ni un pan desde que había despertado de su desvanecimiento. – Señorita, tengo hambre… – Los ángeles seguían rondándole a pesar de tanto demonio que invadía el lugar. – Si señor, deme un segundo le busco algo. – Una enfermera menudita, con el uniforme aún limpio porque acababa de recibir turno y con voz suave como el viento de la pradera, sentía un poco de piedad por don juego, algo que no le sucedía desde que decidió jugar al abandono personal. Ella regresó a los 20 minutos con una taza de caldo y un pan. No era mucho, pero era algo. – ¿Qué le pasó señor? –. Preguntó con una ternura inusual en un hospital público. -Me chuzaron en la espalda y en el brazo- respondió don juego. Eso era lo evidente. Lo evidente siempre se dice sin detalles cuando lo no evidente es digno de ser ocultado. –Ah ya, ¿y por nada?- replicó la enfermera -Ehhh, ehhh… me atracaron, si, me atracaron – Otra vez don juego demostraba su pésima habilidad para decir mentiras. – Aja – culminó el ángel y voló. No volvió a aparecer.

Esa noche lo mantuvieron en observación y con antibióticos para evitar infecciones. Durmió como pudo a pesar del dolor, el hedor de las inmundicias que expelían enfermos y heridos y el muerto que lo sacaron hasta las tres de la madrugada, hora en el que el sueño fue abruptamente interrumpido para todos cuando la mamá del difunto dejó escapar un grito desgarrador mientras los hermanos, es decir, los hijos que le quedaban, trataban de controlarla. Sólo la controló un desmayo producto del shock que da saber que un hijo se va del mundo antes que uno. Ese es el ciclo vital invertido provocado por la violencia en el país de don juego.

A las 7:35 de la mañana lo sorprendió otro caldo y otro pan igualito al de la noche anterior y una orden de salida que debía utilizar antes de las 11:00 a.m. No habría almuerzo hospitalario. No habría salida tampoco. No había plata para pagar la cuenta. El hombre como especie asume su forma material, se cosifica o en términos marxistas, se fetichisa, cuando no tiene para pagar la cuenta de un hospital. Así como en las peores rachas económicas de una familia, en la que poco a poco las cosas que adornan, se usan y se necesitan en una casa se van para las casas de empeño por unas migajas que dan para el pan y la leche a duras penas, esperando a que la situación cambie para algún día ser rescatadas, el ser humano queda empeñado en un tétrico hospital esperando el billetico que lo saque de su indecorosa condición de bien enajenable. Don juego había perdido por cuenta de un asustadizo roedor que subió al cielo en el mismo ascensor del infortunado de la camilla del lado, los últimos 500 pesos que tenía en su bolsillo, esos mismos bolsillos que hace más de cuatro meses se habían roto por unas manos torpes como el superhéroe americano y que había cosido con buena voluntad pero pésima técnica. En dónde antes cabía un puño cerrado, ahora cabían tres dedos estirados con dificultad y una monedita de 500 que ya no tenía.

– Señor, ¿y usted no tiene un acudiente que pueda responder por esta cuenta? – Decía una persona vestida de nadie con una escarapela que indicaba que era un funcionario del hospital. La caridad en la salud es tan real como un unicornio. La diferencia es que el unicornio es inofensivo. La atención hospitalaria es demasiado ofensiva. El drama humano de la víctima no es relevante. El dolor es una excusa para no pagar. La hospitalización es un pretexto para comer sin costo. Y el herido o el enfermo es un mantenido del sistema, parásito del sector público que se vale de artimañas para timar al Estado benefactor y pulcro. Por lo tanto el drama humano de quien padece es sólo una burda actuación para seguir desangrando el erario público. “Por eso es que se quiebran los hospitales, por culpa de estas sanguijuelas que desangran los recursos médicos si pagar un centavo por una atención de primera” vociferaba el director del hospital de pueblo con tufo y mancornas de oro a una madre que llevaba a su hijo de tres años descalabrado para que le cogieran un par de puntos y que por supuesto, no llevaba dinero.

Si la atención era mediocre cuando se tenía la ligera sensación de que algún seguro, sistema social, régimen especial o un simple particular podía pagar la cuenta, a la hora de enfrentar la pobreza de quien sencillamente no tiene cómo pagar es infame. Fue desplazado de la camilla a una silla, de la silla a un butaco, del butaco a una columna y de la columna a una esquina. Se iba arrumando como el inventario obsoleto que va a salir a remate. Las miradas compasivas dejaron de ser para verlo como un estorbo en un sitio en donde es demasiado fácil estorbar. Trató varias veces de volarse como el ladronzuelo que se ha robado algo del supermercado y lo ha metido debajo de su chaqueta esperando la oportunidad en la que el celador voltee la mirada. No pudo. Ocultar una venda en la espalda y un brazo, ropa ensangrentada porque no había podido cambiarse y la cara de sufrimiento profundo que marcaba arrugas seniles no era discreto para pasar desapercibido. El celador lo esperaba como carcelero, lo miraba como si fuese un preso y lo trataba con el desprecio que inspira un delincuente. Y lo era. Había incurrido en el delito de “daño en bien ajeno”. No sólo él era cosificado. El pobre animalito terminó su vida para la ley como un mísero balón de fútbol reventado.

Las horas pasaban, la hostilidad crecía, el hambre revolvía el estómago salvajemente, el dolor confundía… el desespero venía inminente. Tenía familia para llamar pero demasiada soberbia para acudir a ella. Mucho tiempo aparentando bienestar y por bienestar lejanía. “No necesito nada mamá, estoy bien, nunca he estado mejor…” fueron las últimas palabras que dijo a su mamá cuando trató de tender su mano fiel, leal e incondicional porque su sexto sentido, ese que abarca todos los otros cinco en función del amor de madre, le decía que se venían tiempos difíciles para él, para don juego, para el soberbio perdedor.

Miraba en la gente que pasaba un rostro compasivo que pudiese regalarle un minuto de llamada de celular. Los usuarios de este demonio despliegan conversaciones infinitas e insulsas para hablar media hora del culo de una secretaria nueva. Pero no hay minutos para un moribundo que necesita de su familia. Además puede ser un hampón que va a cuadrar un desembarque de toneladas de cocaína en el mediterráneo, por lo tanto es mejor no meterse en problemas con desconocidos. El aspecto de don juego en el hospital no era precisamente el de un traqueto peligroso. Más bien parecía un indigente que trataba de regenerarse y cayó otra vez en malos pasos. En todo caso la diferencia entre un amigo y un desconocido se percibe por a quién se presta o no el celular. Don juego, para evitar una humillación más, prefirió omitir la posibilidad del préstamo del celular.

Otra horrible noche se acercaba. Entró al baño que más parecía una porqueriza nunca limpiada para orinar. Tenía ganas de algo más pero el asco le cohibió. Se miró en el espejo y sintió lástima profunda por lo que veía. Como si no fuese él. Como si fuera un noticiero más en los que se habla del sector salud y la cámara morbosa se acerca a los desgraciados para restregarles en el mundo su miseria, puerca miseria. Lloró. Descubrió que ese retrato atormentado y triste era su rostro, su sufrimiento, sus errores y fracasos, mil errores y mil fracasos condensados en un cuadro. Su cara. Triste cara. Demacrado. Vencido. Desolado. Sucio. Su cara triste. Su rostro sin rastro. Con lágrimas. Con dolor. Con desespero. Con angustia. Pregunta fatal: Dios… si, Tú, si existes… si soy hecho a tu imagen y semejanza y te estoy viendo acabado y derrotado en un espejo… Dios, dime Tú por ti mismo… ¿Algún día fui bueno? ¿Algún día fui distinto?. Se dejó caer sentado contra la pared. Cogió su rostro mojado de agua y lágrimas con las manos y lloró de nuevo. Lloró con el fondo del pecho, con ese llanto que rompe el cuello porque no sale completo. Lo que queda adentro rompe todo lo interno. Sollozos de niño.

Otra mano tocó su hombro, otro ángel apareció como enviado ante el llamado agónico que hizo a Dios. -Señor, por favor se levanta que voy a trapear… Discúlpeme, es que ya viene el supervisor y ese tipo es muy bravo. – Palabras decentes no esperadas emitidas por una señora regordeta con cara bonachona y un trapero en su mano izquierda más grande que ella. Con la derecha mantenía el contacto con don juego. Calor humano necesario para tanta frialdad. Cuando él alzó su mirada para responderla, ella cambió de inmediato el rictus de la suya. Por un momento ella miró como madre, como madre que era, como la madre que él quería tener a su lado en ese momento. – ¿Mijo qué le pasó? – Él sonrió con sonrisa sarcástica, como ríe el televidente que en una tragedia aérea oye al periodista preguntar: “Señora, sus hijos murieron en ese avión ¿Qué siente?”. ¿Qué siente?. Mierda. No siente. Se le fueron los sentidos, el alma, el corazón, las ganas de vivir y la vida misma. Y los mensos esperan una respuesta. Ella rectificó con prontitud, sin insistir como los periodistas y sin hurgar en heridas abiertas. Mijo, venga se toma una agüita aromática y me cuenta tranquilito. Espéreme un minutito yo trapeo y nos vamos. Él la miraba como el piadoso mira a la virgencita de los milagros. Esperanzado pero en el fondo, incrédulo. Se quedó parado en la puerta del baño y no era mentira. Un minuto fue suficiente para limpiar toda esa porquería regada. Ella salió y le dijo que la siguiera. Él se fue tras el trapero y el balde hasta un cuarto pequeño con una greca. Sirvió agua caliente en una taza con ramitas de algo. Él lo cogió como capitán de selección de fútbol que acaba de ganar la copa mundo y con las dos manos para calentarse. A pesar de que estaba hirviendo se la bogó como su fuese agua fría. Esperó un descuido de la señora del aseo y se comió las hojitas. Ella le recibió la taza y se dio cuenta del hambre que atacaba al pobre. Sacó una bolsa de pan viejo y se lo dio. Le sirvió más agua caliente y más hiervas. Esta taza se la tomó más lento y alternaba con mordiscos al pan viejo que para él en ese momento era un manjar de palacio. La aseadora se quedó mirándolo como la psicóloga que espera que su paciente se desahogue. Él ya había recuperado la compostura, había secado sus lágrimas con la manga rota de su camisa y empezó a hablar. – Es que no tengo plata para pagar la cuenta y no me dejan salir, estoy empeñado -. Eso era evidente y cada día esta señora escuchaba por lo menos tres historias similares. Ella quería saber por qué estaba ahí con ropa de indigente y cara de intelectual. No era una historia convencional. Ella sólo abrió los ojos cómo inquiriendo por más. El mensaje fue comprendido y ante tanta amabilidad no podía salir con más mentiras e historietas para quedar bien. Era su última oportunidad de ser distinto, de ser mejor. Se dejó llevar por un impulso de dique que se rompe y empezó a hablar.

– Yo soy de buena familia, mis padres tienen dinero, no mucho, pero lo suficiente para que mis hermanos y yo pudiéramos vivir bien. Pero yo me fui de mi casa como aventurero y no quiero volver derrotado. Cuando cerré la puerta para largarme grité: “cuando vuelva será para comprarle la casa papá, suerte viejo. Vieja, no se preocupe por mí que yo ya estoy grandecito…” y tiré la puerta con toda mi fuerza para que no quedara duda de mi firmeza. Desde ese día mi vida ha sido una mierda. Acababa de graduarme de la universidad cuando eso y mi carrera sirve para todo pero no sirve para nada. Puedo ser gerente, presidente o aseador, con todo el respeto mi señora, y da igual. Me fui a vivir donde un amigo que venía de la costa y tenía una habitación disponible. Bebimos juntos toda la carrera y para ahorrar en taxis y cosas poco a poco fui abriendo mi espacio en una habitación vacía de su apartamento que con el tiempo se volvió mía. Conseguir trabajo no fue fácil y la paga era mala. Entonces, para no hacerle tan larga la historia, un día acompañé a una amiga de trabajo que me dijo que tenía que hacer una vuelta. Esa vuelta era verla jugar moneditas en una máquina y yo como estaba aburrido mirándola decidí cambiar mil pesos por moneditas de 20 pesos. ¿Usted sabe qué se siente que le cambien a uno un papel arrugado por 50 monedas que pesan un jurgo? Esta fue mi primera gran sensación. Empecé a jugar y el ruido era narcótico. Era una maquinita que uno le metía una monedita, halaba una palanca y tres carriles empezaban a mover figuras. Si coincidían tres figuras, salían más moneditas por una rendija abajo que caían en una bandeja y la musiquita era encantadora. Me recordaba los mejores veranos de mi infancia con mi padre cuando el carro de paletas anunciaba que llegaba con delicias traídas del cielo para calmar mi sed y mis antojos. Era lo más emocionante que le había pasado a mi vida en mucho tiempo. Después de dos horas, mi amiga me dijo que ya se iba, estaba brava porque había perdido 10 mil pesos en una máquina de 50 pesos parecida a la mía. Yo ya llevaba 5 mil pesos ganados. El tarro en el que me habían dado los primeros mil pesos en monedas de 20 pesaba como una pesa de gimnasio. Ya tenía 250 monedas, había quintuplicado mi inversión. Por primera vez, ganaba algo en algo sin mayor esfuerzo. Me sentí grande, invencible, poderoso y vi a mi amiga como una pobre perdedora digna de compasión ante tanta suerte que yo llevaba ese día. Quise quedarme más tiempo y se lo insinué sutilmente, pero ella sólo cogió su cartera y empezó a caminar hacia la puerta. Como yo le estaba echando los perros decidí parar, cambiar mi fortuna por un nuevo papelito 5 veces más valioso que el que entregué y la seguí. La invité un café con esa plata y me di cuenta de que volvía a ser el mismo pobretón que acababa de perder dos horas de la vida por unas chichiguas. Al otro día volví sólo después del trabajo y cambié 10 mil pesos por monedas de 50. Gané de nuevo. Salí con 20 mil. Era el negocio de mi vida. Había encontrado mi vocación. Cada vez metía más moneditas y empecé a padecer mis primeras derrotas. Sólo sabía que era hora de irme cuando sólo me quedaba lo del bus. Luego, sólo sabía que era hora de irme, cuando sólo me quedaba tiempo para llegar caminando y dormir un poco para trabajar al otro día. Después, sólo sabía que era hora de irme, cuando tenía clara la disculpa para llegar tarde al trabajo. Finalmente, ya no sabía cuándo era hora de irme. Igual, con el tiempo perdí plata, habitación, amigo y trabajo. Y otras cosas que no quiero recordar ahora porque me duelen más que la chamba que tengo en la espalda y en el brazo. Lo que empezó como un juego inocente abarcó más de diez años de mi vida, se volvió una forma de vida y ahora, más que una forma de vida, es mi forma de muerte. He jugado de todo en los casinos. Máquinas, cartas en mesa, póker y black jack, caballos, ruleta y todo lo demás. Las luces sicodélicas de los tableros son la luz de mis ojos. Sí, forma de morir, como el drogadicto que no puede salir de su condición y sabe que va para la fosa. Además ¿sabe? Es lo mejor que me podría pasar. No me he suicidado porque soy muy cobarde para eso. Un día, después de perder el dinero de mi salario, que mi esposa me estaba esperando ansiosa con mercadito porque llevábamos una semana a punta de agua de panela con pan y que nos cortaron los servicios por falta de pago, me corté las venas. Cuando pasé la cuchilla y me dolió, paré mi muerte con una curita de niño del pato Donald. Creo que esa profundidad no lo lleva a uno a la muerte. Toda esa trama me tiene acá. Herido, humillado y empeñado. Gracias por escucharme -.

La cara de la señora mostraba infinita compasión. Maternal. – Mijo, yo le aconsejo que llame a su casa, pero antes, lea este pasaje de la Biblia – y sacó de un cajoncito debajo de la greca, un nuevo testamento. Lo abrió y pasó la cintita separadora por una página. Lo cerró de nuevo y le entregó a don juego. Le dijo – Ya vengo, voy a trapear el pasillo del segundo que quedó lleno de sangre otra vez… -. Él odiaba todo el misticismo de los cristianos evangélicos y los predicadores de la palabra “de Dios”. Siempre que podía les ofendía diciéndoles: “mercaderes de la fe, ratas religiosas con retórica, proxenetas espirituales, timadores de desesperados e ignorantes” y todas las sandeces que pudiera escupir con su odio religioso, de alguna manera justificado. Sin embargo, esta vez fue receptivo, pacífico, sumiso y obedeció. Abrió la Bibliecita por la cintilla. Con resaltador verde fosforescente encontró letras y números poco comprensibles para él porque siempre sacaba sus vísceras contra los come Biblia pero poco la leía. Lc 15, 11-32. Leyó. A medida que avanzaba, su rostro iba recuperando una paz casi celestial. Sonreía como si estuviese leyendo una historia épica en la que el héroe recuperaba la tierra perdida de sus ancestros. Cinco minutos en soledad. Terminó. Respiró profundo y miró al cielo como buscando algo, alguien. Alzó los brazos como queriendo abrazar al viento y cerró los ojos. Lloró de nuevo pero con una sonrisa serena, emocionada pero alegre. Se dejó caer de rodillas y sostuvo su cara con las manos mirando al piso. Siguió llorando. La señora del aseo regresó y lo abrazó por la espalda. Sabía lo que él estaba sintiendo. No le habló. Lloró con él. Él se fue escurriendo en sus brazos como “la Pieta” de Miguel Ángel. Tomó fuerzas y se incorporó. La incorporó a ella y la abrazó. – Gracias. No sé por qué razón poderosa usted apareció en mi vida pero gracias. Dios lo sabe y Usted también. Yo no, pero con el tiempo lo sabré. Gracias, mil gracias – Le dijo al oído. La fue soltando poco a poco sosteniendo aún su mano. La miraba como un enamorado. Enamorado de la vida, enamorado de Dios, enamorado de una nueva oportunidad de ser distinto, de ser mejor. Salió del cuartito. Vio a un joven hablando por celular que decía a su interlocutor en el otro lado de los satélites: “estoy en el hospital porque el pupy se intoxicó con trago. Qué locura, mezcló 20 tragos en una hora y remató con porro. Ese pupy es la locura… si, es mi héroe que loco el pupy… jejejejeje…”. Sin mediar palabra, don juego le rapó el teléfono. El joven trató de gritar pero don juego le miró con esa mirada de sicótico iracundo que no admite un “no” como respuesta. Además su aspecto le ayudaba y le calmó con una señal de la mano que sin palabras le advertía que no hiciera estupideces y que estaba dispuesto a salir del hospital a una cárcel que para él igual, era lo mismo. Empezó a marcar sin quitarle la mirada a su víctima que permanecía secuestrado por cuenta de la fuerza de los gestos de don juego. Sonido de teléfono que repica. Respuesta al otro lado de los satélites. – ¿Alo? – Voz femenina de adulto mayor. Respuesta a este lado de los satélites – Mamá, soy yo -.

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